Villa Amalia

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

La huida interior

La identidad se define por fragmentos; pedazos o momentos que nos determinan y construyen lo que somos. Por eso cuando el desconsuelo de lo que somos es mayor a lo que proyectamos, el único remedio es el mecanismo del olvido. Y olvidar no es otra cosa que reinventar la realidad, crearle huecos o fisuras para empezar de nuevo; para, incluso, dudar de aquello que nos causa placer o alegría aunque esa sensación se torne fugaz. Pero cuando uno está dispuesto a destruir progresivamente las ataduras con el pasado y con el presente, en ese instante de absoluto extrañamiento vive el aquí y ahora como si fuese una eternidad y la mirada del entorno renace y con ella entonces los colores de la vida monótona recuperan brillo, se vuelven más vivos.

Por este proceso de aniquilación de la identidad transita el personaje de Villa Amalia, Ann Hidden (Isabelle Huppert), pianista exquisita que so pretexto de la infidelidad de su pareja Thomas (Xavier Beauvois) –lleva con él quince años- toma la decisión de dar un vuelco al rumbo de su vida cortando con todo lazo que la une a su rutina: profesión, afectos, bienes materiales, cuentas bancarias, en un acto de pleno despojo para el que se propone no dejar rastro ni huella en cada paso que da. Todo lo quema, avanza en medio de la confusión y la excitación de lo nuevo, que se puede encontrar a la vuelta de la esquina en el reencuentro con un viejo amigo (Jean-Hugues Anglade) o quizá en un remoto pueblo de Italia a orillas del mar.

Esa entrega a la fuga hacia adelante o, mejor dicho, una huida interior, acompañada adecuadamente por una banda sonora de Bruno Coulais integrada al relato y a su cambio constante de ritmo, es la única coordenada narrativa que marca el horizonte de esta historia, del realizador francés Benoît Jacquot, basada en la novela homónima de Pascal Quignard, conocido por su libro "Todas las mañanas del mundo".

La trama se sumerge, junto al punto de vista de la protagonista, en un viaje tanto hacia adentro como afuera en el que los espacios interiores y exteriores juegan un rol trascendente en sintonía directa con la psicología y emociones del personaje, por quien prácticamente pasa toda la película sin que la cámara abandone su carácter de testigo de sus acciones –alternando la distancia permanentemente- y sus contemplaciones.

Resulta inmejorable la elección de Huppert para dar vida a Ann; para realzar su misterio y espiritualidad con una economía de gestos asombrosa, pero por sobre todas las cosas con una paulatina transformación que se deja ver y sentir del otro lado de la pantalla y también musicalmente hablando dado que la melodía disonante y cortante de los comienzos del film se va a ir reemplazando por otro tipo de música clásica más acorde al ánimo del personaje y al tono del relato.

No por casualidad el apellido ficticio que Ann se inventa Hidden traducido del inglés significaría algo así como oculto porque de eso se trata su plan de desaparición: ocultarse de todos en el anonimato de una pequeña casa en las montañas cerca del mar, que con su infinita calma y soledad invita a la reflexión tanto de la protagonista como del espectador ansioso por saber qué pasará cuando llegue el crepúsculo; con la mirada renovada y las ganas de estar allí por casi toda la eternidad.