Villa Amalia

Crítica de Miguel Frías - Clarín

La reinvención

Una mujer, cuyo marido le es infiel, se deshace de todo lo que fue y tuvo.

No es la primera vez que Benoît Jacquot convoca a la gran Isabelle Huppert para que sea la columna vertebral de una película suya, una película anclada en los sentimientos -si es que se puede anclar lo fluctuante y lo incierto-, basada en la novela de un autor de prestigio. En 1998 ( La escuela de la carne ) lo hizo con Yukio Mishima; ahora, en Villa Amalia , lo hace con la novela homónima de Pascal Quignard, autor de Todas las mañanas del mundo .

El personaje de Huppert (Ann), con su sensualidad distante e inasible, “es” la película. Interpreta a una mujer de 50 años que, en la primera secuencia sigue a su marido (interpretado por Xavier Beuvois), hasta que lo ve llamar a la puerta de una casa desconocida y besar a otra mujer. Al mismo tiempo, ella -que es pianista, como el personaje sadomasoquista que encarnaba en el filme de Michael Haneke- se reencuentra con un viejo amigo (Jean-Hugues Anglade), quien la desea con temor y resignación: destinado a derrota.

Pero lo central es que a partir de esa noche lluviosa algo se quiebra en el interior de Ann, algo que, en realidad, venía agrietándose desde hacía tiempo. La infidelidad de su pareja parece haberle provocado menos asombro que triste confirmación. Su decisión (¿su pulsión?) es dejar atrás todo lo que la constituyó hasta el momento: dejar atrás a la mujer que fue, y tal vez, sólo tal vez, reinventarse. Su destino -interno y externo- será, a partir de ese instante, peregrino.

Jacquot no es un director condescendiente con el espectador: la trama no toma un rumbo convencional, sino introspectivo. El talento y las características de Huppert hacen que su viaje sea geográfico y también interior. Su personaje no procura la piedad ni tampoco redenciones mágicas: dos características que se les suelen “cargar” a las mujeres abandonadas en las ficciones.

Pero, ¿es Ann una mujer abandonada? En realidad, su marido quiere volver acercarse a ella. Además, ¿a quién alude la palabra “ella”? Ni siquiera Jacquot o Huppert parecen saberlo. Ambos confesaron que, por momentos, avanzaron a tientas, o a pura intuición, durante el rodaje. El resultado es, por lo tanto, mucho más inquietante. Ann no tiene hijos, sí un padre -también músico- ausente, una madre de la que se aleja y un hermano muerto.

Mientras la cámara elige una posición contemplativa, ella inicia el proceso de desaparecer completamente, de convertirse en una ausencia; desde ahí, acaso podrá ir encontrando o construyendo una identidad. Pero no hay certezas, sólo incomodidad. En la vida, en el amor y en el buen cine. O al menos en el de Jacquot, que funciona muy bien con Huppert como musa.