Villa Amalia

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Señora de nadie

La historia de Ann, la protagonista de Villa Amalia, comienza mucho antes de las primeras imágenes que muestra la película: su sensación de hartazgo, su imperiosa necesidad de romper con todo y empezar de nuevo, parecen ser el resultado de años de pasividad y angustia callada. No es exagerado suponer –a partir de la información que da el film, que no es mucha– que ese malestar la viene persiguiendo desde su infancia.
Lo cierto es que la infidelidad de su marido la dispara hacia ninguna parte. Los primeros, admirables minutos muestran esa explosión de sentimientos contradictorios: basta ver su mirada inquieta, perdida quién sabe en qué disquisiciones, con esa mezcla de seriedad, malicia y misterioso mundo interior que Isabelle Huppert transmite como nadie. “Me voy”, dice. “¿A dónde?”, le preguntan, y ella responde: “Me voy, simplemente”.
George, un viejo amigo (Jean-Hughes Anglade), le sirve de confidente, ayudándola a poner los pies sobre la tierra. “No es fácil desaparecer hoy en día”, le advierte. Pero Ann no para de deshacer cuentas bancarias, tarjetas de crédito, teléfonos celulares, papeles y fotografías. No sólo eso: pianista consagrada, interrumpe su agenda de conciertos y grabaciones, embarcándose no en uno sino en varios viajes, durante los cuales va deshaciéndose de sus pertenencias y tomando distancia de sus compromisos afectivos.
Hay algo descontrolado en esa huida. “Estás loca” le dice George, bromeando. Y Ann, sin negarlo, sonríe pensativa. Pero en ese frenesí –que Jacquot (París, 1947) expresa con un montaje precipitado–, en esas actitudes que por lo intempestivas pueden resultar insólitas, hay una imperiosa búsqueda de identidad y de libertad.
En este sentido, Villa Amalia se diferencia de tantas películas con mujeres que se alejan súbitamente de un marido que las condiciona: más allá de algunas actitudes previsibles (el cambio de peinado o la manera con la que corrige a quienes la llaman señora), queda claro que lo de Ann es más audaz. No busca, evidentemente, vengarse ni salir en pos de un nuevo amor, sino descubrir el valor de la soledad y disfrutar el contacto con la naturaleza, con lo más íntimo que la liga al mundo y al resto de los seres humanos. Esa embriaguez la lleva a descuidar su propia vida, a juzgar por la forma en que, en cierto momento, se pierde nadando en medio del mar.
En los últimos tramos, ciertas resoluciones dramáticas suenan antojadizas, con personajes que aparecen y desaparecen caprichosamente, como esa anciana que vive en plena montaña y que se encariña rápidamente con Anna sin motivo aparente. También parece cómoda la manera con la que la protagonista lleva su plan adelante sin problemas económicos de ninguna clase (hay, incluso, una discutible aparición de gente revolviendo basura en una escena clave). De todas maneras, es en la última parte de la película cuando se revelan algunos aspectos vinculados a su sexualidad (que explicarían su brusco rechazo a un beso de su amigo) y a su pasado familiar: el fugaz encuentro, en un bar, con un personaje crucial que la conmociona, permite, por fin, ver en la decidida Anna (y en Isabelle Huppert) una señal de vulnerabilidad.