Villa Amalia

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Una mujer desaparece.

Ann decide dejarlo todo. Su marido, su departamento y su agotadora vida de pianista. Ann se aligera, se hace invisible, viaja sin equipaje, libera, vende, quema. Se vuelve intocable. Ann se disuelve en los lugares que atraviesa y la película acompaña esa deconstrucción metódica en busca de un nuevo equilibrio. Villa Amalia, como otras películas de Benoît Jacquot, es un salto al vacío que explora la combinación perfecta entre fugas, vagabundeos y transgresiones para lograr otro estado. Una película enigmática que enarbola la fascinación por una vida incómoda, peligrosa, anormal, pero que palpita. Villa Amalia se fusiona con la pasión de su heroína y consigue una extraña armonía entre sus estridencias y su lirismo. El director borra los rastros, destruye las pistas y pone en escena las emociones de una Isabelle Huppert en plena metamorfosis.

Jacquot filma estados de ánimo como si fueran acciones y genera cierta ingravidez. Las imágenes, los sonidos y las situaciones se manifiestan en el límite de lo real. En la escena en la que Ann visita a su madre antes de partir, las palabras son escasas y suenan extrañas. La riqueza de las miradas y la expresividad de los cuerpos se acentúan por la falta de diálogos. La película va alineando emociones imprevisibles sin explicarlas. No se trata de comprender sino de experimentar, aferrándose bruscamente a las sensaciones. La protagonista cambia de ropa en cada escala, lanza bolsos y algunos objetos, luego adquiere otros y vuelve a salir. La película se apropia de su locura fijando la atención en las bolsas de basura llenas de ropa, en los formularios de compra, en los procedimientos bancarios y aduaneros, en el traslado de pianos, en los cambios de cerraduras, trenes y hoteles. Lo que aparenta ser un error de construcción dramática es, por el contrario, el proyecto mismo de la película.

La máquina narrativa funciona a la perfección acoplada a un dispositivo de otra naturaleza llamado Isabelle Huppert. A esta altura no vamos a descubrir las enormes cualidades de la Huppert, aunque lo que ocurre con ella en Villa Amalia es inédito. Más allá del virtuosismo técnico de una actriz experta, hay otra cosa que hace eco en la locura de la película y del personaje. La ósmosis entre Ann e Isabelle Huppert genera una euforia invisible que debe exteriorizarse con diez máscaras diferentes. La actriz cambia de rostro y de cuerpo, luce aterrorizada, divertida, manipuladora, preocupada, triste, abierta, ahogada. Son secuencias con planos muy breves, pequeñas notas sobre un gesto, un sonido, un cambio de humor, que componen un universo a la vez preciso y fluido. La singular escritura de los diálogos juega sobre registros contradictorios, casi disonantes. La película parece habitada por la música que compone Ann, una concertista que descubre que el compromiso ya no está en sus cuerdas y decide cambiar de compás, en dos tiempos y tres movimientos. Música y cine contemporáneos, donde la expresividad de los sentimientos no retrocede ante las rupturas de tono, las asonancias inusuales o los largos silencios.