Vikingo

Crítica de Marina Yuszczuk - ¡Esto es un bingo!

En cuero

Conurbano + género, o género + conurbano: como se quiera plantearla, la fórmula que Campusano inauguró en Vil romance se mantiene a rajatabla en Vikingo. La extrañeza de Vil romance tenía que ver con un registro absolutamente realista (¿qué querrá decir eso?, bueno, sigamos) de ciertos ambientes en los que se movían actores que no lo eran, diciendo sus líneas con visible dificultad y viviendo situaciones que no terminaban de ser verosímiles. El descolocamiento tenía sus efectos tanto sobre la manera de mirar ciertos lugares como sobre el cine: un modo de caminar, una conversación dicha al pasar entre mates, un romance violento entre un hombre y un chico que mezclaba pasiones apenas pronunciables con cuestiones de supervivencia. Algo que nada que ver: vi Vil romance en el Tita Merello, que ya no existe más. Y vi Vikingo en el Artecinema, que existe pero en modo fantasmal, como me lo hizo sentir toda la secuencia de ayer en que tuve que ir a buscar personalmente al proyectorista para que me pusiera la película.

Para mí que el destino del cine de Campusano, igual que el de estas salas, es altamente problemático. Sobre todo en Vikingo, porque hay un exceso de realidad, por llamarlo de alguna manera, que vuelve todo terriblemente áspero. Problemas de continuidad que hacen difícil entender la cronología de la historia, cortes por lo menos extraños, actuaciones forzadas hasta hacer parecer a los actores muñecos pasivos que dicen sus líneas como si no entendieran el idioma. El programa de hacer cine bruto –así se llama la productora de Campusano, así define él a sus películas- se cumple más acá que en Vil romance, porque casi no hay belleza que ponga paños fríos ni represente una compensación de lo que pasa en la pantalla. Y también, o por eso mismo, vuelve a Vikingo una película sobre todo dolorosa. Porque se trata de la historia de dos tipos enormes, bigotudos, de pelo largo, enfundados en cuero negro y remeras que de vez en cuando dejan asomar la panza, tatuados y sin dientes, recios, satisfechos arriba de sus motos cuando el viento les vuela la melena, pero que en el fondo –o no tan fondo- no pueden con sus propios cuerpos.

Vikingo encuentra a Aguirre, lo lleva a su casa, lo recibe y lo protege. Estar bajo la protección de Vikingo, en el barrio, supuestamente es una garantía. Y sin embargo, Aguirre termina tirado en el piso con un balazo en la cabeza. Vikingo también tiene a su cargo una familia, es un padre. A esa familia, en el mundo hiperviolento en el que vive, sólo le sale protegerla también con violencia, como la única forma que encuentra de mantener a todos en la casa –a ese nivel, tan básico como fundamental, llega el cuidado: que los chicos no se vayan a la calle. Como él mismo lo dice, a la mujer le pega un grito y la manda para adentro, y a los hijos los re caga a palos si hace falta. Pero con el sobrino ya no puede, “se le va de las manos”. El chico está muerto desde que empieza la película, hay una tragedia latente alrededor de él, porque sabemos, como sabe el protagonista, que un día le van a avisar que lo encontraron tirado en una zanja. Y no termina siendo en una zanja, pero sí le avisan. En medio de todo esto, las motos, la música y el baile son momentos de disfrutar, pero también de afirmar lo que por otro lado se cae a pedazos: una masculinidad que tiene poco que ver con una autoridad verdadera y con algún poder para actuar en el mundo.

Lo mismo puede decirse de Aguirre, un personaje que está en fuga porque sus alardes de machismo destruyeron su casa, desde el momento –lo sabemos por unos flashbacks desprolijísimos, novelescos- en que le propuso a su mujer coger con otra chica, pensando que dominaba la situación. Ella aceptó, se copó, se rompió la pareja. Y Vikingo le dice al cobarde de Aguirre que fue su culpa y que no puede abandonarla por eso. Pero sin embargo la abandona, se agarra de la moto y el tetra. En el medio de la vorágine, Vikingo y Aguirre se hacen amigos, se cuidan, se dan a entender el afecto como pueden. Viven en un mundo violento en el que se plantan como machos pero la película se ocupa de desmontar eso, de encontrar una fragilidad terrible en la figura del motoquero de casco con cuernos. Y acá fragilidad (no atemperada nunca por un lugar “prolijo” donde el ojo pueda descansar de la aspereza) no significa poder o no poder demostrar sentimientos, sino no ser capaz siquiera de mantener vivos a los que tienen a su alrededor, como parece decir –aunque también dice mucho sobre un modo de imaginarse en el mundo como alguien libre, que siempre puede irse- esa imagen final de las cenizas que se esfuman sobre una ruta.