Vigilia en Agosto

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

Vigilia en agosto: el cuerpo habla

Una “peste” social avanza en el cuerpo de la protagonista y el lento pero inexorable progreso de esa extraña corrosión es uno de los mayores logros del film. 

El cuerpo siempre habla, aunque no lo haga necesariamente con palabras. Ese parece haber sido uno de los motores de arranque de la ópera prima del cordobés Luis María Mercado, deudora de las sensibilidades del cine de Lucrecia Martel –en particular de La mujer sin cabeza– y que encuentra en su protagonista a una testigo de un orden social inalterable, a su vez médium de todos los malestares que este irradia. Rodada en la ciudad natal de Mercado, Oncativo, en el corazón geográfico de Córdoba, Vigilia en agosto comienza con una charla prenupcial. El cura desgrana, casi en piloto automático, la anécdota del pecado original mientras afuera los chicos juegan y, adentro, los futuros esposos escuchan con fingida atención. Aislándola del grupo, la cámara destaca a Magda (Rita Pauls, en un rol progresivamente complejo), quien se halla apenas a algunos días de casarse con el Gringo, un muchacho rubio, pintón y joven, responsable de uno de los silos más importantes de la región. Un “partido” inmejorable, sobre todo ahora que bajó unos kilos, como afirma la madre de Magda, atenta a cada detalle de la inminente boda.

Pero algo huele mal en el lugar, literal y simbólicamente.En ese pueblo agrícola donde el reconocimiento de los olores es inmediato, aparece en el aire un aroma indefinido que genera incógnitas en los lugareños. También ocurren otras cosas, pero pasan más desapercibidas. Al menos para la mayoría, tal vez por la fuerza de la costumbre. Magda camina sola luego de reunirse con sus amigas, se asoma a un lugar, ve algo y su organismo comienza a reaccionar. Las mujeres –familiares, vecinas, amigas, jóvenes y adultas– buscan posibles orígenes del súbito decaimiento: los nervios lógicos antes del importante evento, sumados posiblemente a la envidia de terceros. Aunque Cadana (Eva Bianco) insiste en la teoría del mal de ojo, una visita al médico no vendrá mal para desechar alguna otra dolencia.

Allí, en la sala de espera del hospital, la protagonista escucha una breve conversación entre su novio y el médico que está atendiendo a uno de los empleados de los silos, accidentado en el trabajo. Un momento revelador, extraña epifanía que transforma la lógica del cómo son (y siempre han sido) las cosas en aberración pura, en monstruosidad. A partir de ese momento, Magda se convierte en un organismo que deberá asimilarse al entorno hasta ser absorbido por completo o, por el contrario, exponerse a la posibilidad de la expulsión. “En Oncativo los inviernos son secos y ventosos. Agosto en particular. Es natural que la gente enferme a consecuencia del clima. Es el mes de las pestes”, afirma el realizador en la carta de intenciones presentada a la prensa, a su vez aclaración poética del título de su largometraje.

La “peste” avanza en el cuerpo de Magda y Vigilia en agosto coquetea incluso con la posibilidad de una posesión, con la aparición de lo sobrenatural, entendido esto como todo aquello que los que rodean a la enferma no logran comprender. El lento pero inexorable avance de esa extraña corrosión es uno de los mayores logros del film, que, sin alejarse nunca de la exposición naturalista, va inyectando sus dosis de ansiedades e incomodidades de manera progresivamente perturbadora. Una alteración de los mandatos que Mercado registra a partir del cuchicheo de las mujeres en la cocina, en un codificado universo masculino que la joven comienza a avizorar, en la crítica afilada a una serie de rituales –en particular la fiesta de casamiento–, elementos que terminan revelándose como rituales de iniciación a un mundo del cual Magda, sin saberlo aún de manera clara, ha comenzado a recelar.