Víctor Frankenstein

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

El moderno Prometeo

Cuenta la leyenda que todo empezó en el verano de 1816 en la Villa Diodati, en Cologny, Suiza, cerca del Lago de Ginebra. El escritor George Gordon Byron, sexto barón de Byron, tenía como invitado a otra de las grandes plumas británicas, el poeta Percy Bysshe Shelley. Los invitados eran varios; el primero estaba con su médico personal, John William Polidori, y el segundo con su futura esposa, la por entonces Mary Wollstonecraft Godwin.

Allá por el 16 o 17 de junio la lectura de historias de terror generó un concurso literario donde no primaron las firmas de los dos celebrados literatos: el doctor y la querida dieron la nota, el uno con “El vampiro” (el primer relato del género) y la otra con “Frankenstein o el moderno Prometeo”, que ya desde su título hablaba de un desafío del hombre a los senderos divinos por medio de la ciencia. Un dilema que atravesó la ciencia ficción, de los robots de Asimov a la Rei Ayanami de “Evangelion”. No es casual: estábamos en tiempos del Romanticismo, crítico de la Modernidad, y en los albores de lo que después sería la cultura gótica.

Decimos la leyenda porque no hay lánguido retrato de la chica que nos saque de la mente la estampa bella e inquietante de Elsa Lanchester como Mary Shelley en “La novia de Frankenstein” de 1935 (ella también le puso rostro a La Novia). Lo cierto es que aquella saga cinematográfica encabezada por el temible Boris Karloff (Karloff a secas en sus comienzos) hizo hincapié en la criatura, dándole el aspecto que quedó en el imaginario popular y apropiándose del nombre de su creador: de aquellas películas de James Whale nos queda la imagen de un engominado Colin Clive como el científico, gritando “está vivo... ¡vivo!”.

Altos y bajos

Ya desde el nombre, “Victor Frankenstein”, la cinta de Paul McGuigan sobre guión de Max Landis, busca volver a centrar la mirada en el creador de homúnculos y no en la criatura. Aunque debería llamarse “Victor & Igor”, desde el momento en que resignifica el lugar del jorobado ayudante. La historia arranca con un jorobadito sin nombre, payaso en un circo ambulante, enamorado de la trapecista, como corresponde: hasta ahí luce un poco a Balada triste de trompeta, de Alex de la Iglesia. Un accidente de Lorelei, que así se llama la chica, reúne al payaso (que oficia de médico ad hoc en la compañía) con un extraño facultativo, que terminará por rescatarlo, tratarlo por sus problemas físicos y darle un nombre: el de un ayudante ausente, Igor Strausmann.

Así, el entusiasta y taimado Victor Frankenstein suma las habilidades intuitivas de su nuevo asistente para abordar la creación de homúnculos, al principio a base de animales, hasta que un misterioso financista aparecerá para apoyar las inquietudes del científico, fundadas en traumas de larga data (como corresponde a los buenos traumas). Igor quedará entre la visión positivista de su mentor y los reparos de Lorelei, mientras que la posición extrema la representará el detective Turpin de Scotland Yard, religioso y también traumatizado, que se convierte en una especie de agente Smith de “Matrix” (un adversario delgado, engominado, rebelde de sus superiores y con voz suavecita, que hace causa personal del asunto).

No contaremos mucho, pero la historia irá en clímax hacia la creación de la criatura y la solución a esa cuestión. Aunque también hay que reconocer que la resolución termina siendo un poco a trazo grueso, como si se hubiesen gastado ideas y metraje en el planteo y llegaran al final como quien apura un asado.

Aquel mundo

La puesta visual tiene momentos impactantes, empezando por la reconstrucción de la Londres de segunda mitad del siglo XIX, el mundo donde también se movió Jack el Destripador, aunque la fotografía es luminosa, más cerca de “La invención de Hugo Cabret” que de un gótico neblinoso. Se juega también con elementos suprarealistas, como la imagen a tres niveles (exterior, croquis médico de la época sobre impreso y órgano o hueso por debajo), en un énfasis anatómico que hubiese perturbado a Leonardo y Rembrandt. Y después está la máxima de Peter Jackson, de que con plata todo puede llevarse a la pantalla.

La imagen del monstruo seguramente desilusionará a casi todos, tan grabado que lo tenemos a Karloff. Pero a la buena Mary quizás le gustaría: luce como un golem sin emociones, un homúnculo digno de algún rabino de Praga, aunque hijo de la electricidad y los matraces. Quizás sea el mayor mérito de la cinta: meternos por momentos en aquellos dilemas decimonónicos, quizás con algunas inquietudes para estos tiempos en que aquella Modernidad nos pasó por encima (y no sólo en los aspectos científicos).

En lo que hace a interpretaciones, Daniel Radcliffe sigue demostrando que es más que Harry Potter (emulando un poco la pluralidad expresiva de su ex compañera Emma Watson). Es destacable su composición física, pensando que nadie deja de ser jorobado de un día para otro, ortopedia mediante (su andar tiene esa tensión entre lo que fue y lo que quiere ser). Del otro lado, James McAvoy la tiene más fácil en un personaje expansivo y vivaracho (al menos en principio); pero basta una mirada de refilón, cuando debe decidir si seguir adelante o detenerse, para que le creamos ese doctor.

En los secundarios prima la corrección: Jessica Brown Findlay (salida de “Downton Abbey”) está bien como la bonita y bienintencionada Lorelei; Bronson Webb genera la repulsión necesaria como el millonario Rafferty; Andrew Scott es un contenido Turpin, y a Charles Dance le bastan pocos minutos como el padre de Frankenstein para explotar su estampa alta y temible (la de Lord Tywin Lannister, en “Game of Thrones”).