Verano maldito

Crítica de Mario Zabala - Clarín

El suplicio de una madre

De Luis Ortega, con su hermana Julieta.

Ser parte del clan Ortega es exponerse a las radiaciones de los rayos paparazzi: cada gesto, cada palabra, cada cacho de piel, cada discusión callejera son tomados como hipérbole de algo no muy bien definido, pero aún así impreso una y otra y otra vez. Luis Ortega (1980) entonces parece responder al chiquitaje con cine: Verano maldito , su nuevo filme, es una propuesta extrema, áspera, personal. Basado en un relato del escritor Yukio Mishima llamado Muerte en el estío , Ortega se anima a pisar un terreno movedizo y narra, con Alejandro Urdapilleta de coguionista (y una pequeña aparición), la historia de una madre que ha perdido a dos de sus tres hijos en un accidente en la costa. Pero Ortega elude la paz del original para tirarse al vacío de filmar la locura antes que el duelo. No busca la construcción del todo-va-a-estar bien: aprovecha lo imposible de comprender, esas ausencias, como pasaje hacía una extrañada lucidez que demuestra el sinsentido del día a día.

La propuesta narrativa de Ortega es someternos a lo intempestivo de esa madre perdiendo la razón. Ella es Julieta Ortega. Y Ortega, hermana de Luis, se entrega por completo a su rol: se exhibe, se desnuda, se compromete. Hay en su sensualidad un contraste con ese infierno donde ahora camina. Es Julieta Ortega a quien Luis observa como sigilosamente: en su casa, en el jardín del hijo, en la cama. Pero más allá del gigante trabajo de Julieta el problema aparece cuando Luis sobrecarga su abismo.

Como si no confiara en lo monstruoso, Ortega opta por aumentar la idea de locura, por ejemplo, desde el uso de música improvisada. Recurso que pareciera restarle potencia, forzar una lectura. En otros momentos, el sacrificio de Julieta Ortega es retratado mostrando la proeza actoral (por ejemplo, la escena del trío con los turistas) antes que pensando en cierta organicidad para construir la locura. O, al contrario, se deposita tanto en ella, en su cuerpo, que se hace difícil ver todo lo ajeno a ella como una caricatura (como sucede cuando su personaje se enoja en una fiesta de alta sociedad y explota contra la dueña de casa). Luis Ortega se muestra, se expone, y confía en el cine, quizás sobreescriba a nivel estético (substrayéndole fuerza al dolor y a la locura), pero hay algo en su ferocidad y su personalidad que lo diferencian del resto del cine argentino.