Varda por Agnès

Crítica de Guillermo Colantonio - CineramaPlus+

Uno de los acontecimientos de la última edición del FIDBA ha sido la exhibición de Varda by Agnes. El festival acostumbra sorprender gratamente y la película de apertura se ha convertido con el correr de los años en una auténtica celebración. Agnes Varda es una de las diez mujeres más importantes de la historia del cine. Con una extensa trayectoria, ha demostrado a través de sus ficciones y documentales una personalidad como pocas. Por ende, escucharla sentada en un hermoso teatro para repasar su carrera constituye un deleite donde sensibilidad, inteligencia y una especie de mordacidad encubierta integran el combo perfecto.

Al comienzo, Agnes confirma los tres principios que guiaron su trabajo. Los dos primeros, inspiración y creación, son parte del patrimonio universal. El tercero, compartir, solo les compete a los cineastas generosos que entienden el verdadero destino del cine, lejos de la arrogancia y de la pose. Varda les habla a los jóvenes. En un momento les pregunta si han visto su película más famosa, Cleo de 5 a 7. Algunos levantan la mano. Ella sonríe y pronuncia “un puñado, como dicen los sureños”. Sin embargo, lejos de tirar filmotecas encima, continúa con la naturalidad de alguien cuya naturaleza consiste en el estímulo por transmitir esta pasión. Entonces se corre el velo para que aparezcan las películas y las experiencias: ¿cómo filmar el tiempo subjetivo? ¿de qué modo dar forma a las imágenes mentales?¿cómo optimizar los recursos?, entre otras cuestiones que se suman a medida que se comentan las escenas.

“Amo los documentales” confiesa Agnes y asoma otro principio de su poética: filmar la propia aldea, lo que uno conoce. Daguerrotipos es un buen ejemplo para confirmarlo y para destacar que se está siempre cerca de la gente. Filmada en su propia calle, observa a los vecinos y comerciantes. También es la excusa para convocar a quienes participaron del proyecto, una manera de evocar un método de trabajo, pero al mismo tiempo, los espectros de la memoria enfrentados a las propias imágenes que transcurren detrás del escenario donde se conversa. El acto de mirar aquello que parece ser trivial se transforma a través de la lente en algo extraordinario. Otro rasgo inherente a la historia de este arte. Sin embargo, la clave la vuelve a dar Agnes: “nada es trivial si grabas a la gente con empatía y amor”. Amor. Ésta es la palabra clave que recorrerá el documental.

Filmar a las mayorías silenciosas, pero también a las minorías enfurecidas. Hay un momento también para que un registro en 16mm sobre Las Panteras Negras dé lugar al feminismo y al compromiso que Varda sostuvo hasta sus últimos días. La remembranza de un largometraje concebido en el candor de la lucha donde se abogaba por la libertad de elección para decidir sobre el cuerpo, introduce nuevamente la alegría y el buen humor como elementos fundamentales del colectivo. Luego, la atención se dirige a otra lucha, individual, la de Sandrine Bonnaire en Sin techo ni ley. La exposición traza un movimiento desde lo colectivo a lo individual, de la furia ruidosa y festiva al silencio existencial. En definitiva, un montaje perfecto que da vida a las palabras.

Vida y muerte. Después de ese plano terrible con el cadáver de la Bonnaire en un saco, la playa, ese otro paisaje mental desde el cual Agnes continuará su discurso. Ruptura del espacio dramático y búsqueda de fluidez para evitar la carga expositiva uniforme, otro acierto del documental. Frente al mar, la directora ratifica que el cine es para la gente: “la pesadilla de un cineasta, la sala vacía”. En todo caso, que otro se jacten del elitismo. Es la hora de Felicidad, una de las grandes películas de los años sesenta, mucho más revulsiva que otras que figuran en el canon. En medio de planos inspirados en cuadros impresionistas, la idea de pareja pasa del idilio a la duda. El verano, los paisajes y Mozart dan lugar a la angustia por romper esquemas binarios. Angustia que no procede del grito fácil ni de la histeria, sino del esfuerzo por comprender una nueva situación que pone en jaque una estructura pero que no debería resignar ese estado que reza el título. Hoy que el poliamor es una etiqueta superflua del mercado, entonces era la verdadera energía transgresora en la película de Varda.

Las anécdotas y los recuerdos transcurren: Jacques Demy, el amor de su vida, una película consagrada a su memoria, el viaje a Los Ángeles, la escena hippie y el mangazo a Andy Warhol de una de sus divas. En el racconto, otro principio: el collage, una de las bases compositivas del cine de Agnes y su búsqueda por animar pinturas de Picasso, Magritte y tantos otros artistas. Pero también la influencia de los graffitis, en tanto y en cuanto una película también pueda conjugar múltiples escrituras. “La idea es que el Arte debe ser gratis para todos” dice Agnes y tal vez Visages Villages sea su máxima demostración, ese viaje emprendido con un muralista por diversos lugares de Francia. Es el Arte de los Museos, pero también el de la calle. Ese cruce también es perceptible en las fronteras nunca transparentes entre ficción y documental. El primer largo de Varda, La pointe courte, confirma la operatoria e inaugura un camino a seguir. Una historia privada con una pareja se alterna con otra historia colectiva de pescadores. La ficción de diálogos al borde de la solemnidad y espacios estilizados se confrontan con imágenes deudoras del neorrealismo. Es la matriz de una búsqueda que la realizadora jamás abandonaría.

El otro campo aludido es la fotografía. “Fui fotógrafa en mi primera vida”. Esto Agnes lo dice a continuación de “la muerte del cine” tras el fracaso de taquilla que supuso una película en la que Michel Piccoli personificaba a Simon Cinema, la historia concentrada en un cuerpo. Documentar y crear, dos acciones que se corporizan en las imágenes que se suceden y dos operatorias que serían decisivas en su labor como directora. Fotografías de pintores, directores, actrices, pero también las otras, las de la gente. Cazar planos, ésa es la cuestión.

El cine es un invento sin futuro, dijo uno de los Lumière. La predicción era lógica para un arte mediatizado por la tecnología. Pero Lumière pensaba como empresario. Varda piensa como cineasta. A comienzos del nuevo milenio no desdeña la tecnología ni saca a reflotar telarañas cinéfilas. Por el contrario, se acomoda y saca fruto para hacer documentales libremente. Las pequeñas cámaras ayudan para acercarse a la gente. Y esto da como resultado, entre otros hallazgos, la genial Los espigadores y las espigadoras. A la vez, la tecnología digital refuerza ese acto de registro para conocer, inmiscuirse entre las personas, para acompañarlas y no observarlas como objetos extraños. La cámara pequeña funde las figuras de fotógrafa y cineasta para perderse entre la gente. Y la realidad es para Agnes como esas papas que registra, cuyos brotes abren otras dimensiones: ahí aparece el cine.

Por Guillermo Colantonio
@guillermocolant