Van Gogh: en la puerta de la eternidad

Crítica de Hernán Schell - La Agenda

Todos los Vincent, el Vincent

Una nueva película sobre Van Gogh nos recuerda todas las versiones que el célebre pintor tuvo en la pantalla grande.

¿Por qué habrá pintado un solo lirio blanco?.
—Porque se sentía solo.

Este diálogo pertence a la película Mentes que brillan (Little Man Tate), la gran opera prima de Jodie Foster que gira en torno a un niño genio y en ese diálogo específico lo que se está comentando es un cuadro de un paisaje dibujado por Vincent Van Gogh.

Little Man Tate es la historia de un genio triste, cuyo talento gigantesco parece ser uno de los causantes de su soledad y su condición marginal. Van Gogh es, al menos en el imaginario colectivo, un sinónimo de eso: el genio angustiado, incomprendido por un mundo que se burla de él. No es que Van Gogh sea el más sufrido de todos los artistas, de hecho ni siquiera es el más sufrido de todos los pintores geniales holandeses (Rembrandt, sin ir más lejos, sufrió tragedias horrorosas a lo largo de su vida), pero sí en algún punto el más identificado con el fracaso. Antes de ponerse a pintar, Van Gogh se caracterizó por hacer todo mal: quiso ser pastor y terminó rechazando y siendo rechazado por la propia Iglesia; su vida amorosa fue un desastre tras otro, y había fracasado incluso en cualquier puesto administrativo en el que se había desempeñado. Cuando empezó, sospechó (acertadamente) que tenía un talento realmente grande para ese arte, algo que puso de manifiesto en varias cartas a su hermano Theo, pero al mismo tiempo no pudo vender en vida más que un cuadro, lo que hizo que empezara a dudar más de una vez de su habilidad. Lejos de lo que se cree, no es que haya sido un artista totalmente incomprendido: poco antes de su muerte, su nombre ya empezaba a ser conocido en el ambiente pictórico y había recibido una crítica laudatoria de uno de los más importantes críticos de la época. Al punto tal es así que más de un biógrafo especuló que si hubiera vivido un poco más, Van Gogh hubiera podido recibir el reconociminento que merecía en vida. Pero eso no pasó: muerto a los 36 años en circunstancias sospechosas (pudo haber sido perfectamente un suicidio, pero hay teorías que dicen que pudo ser un homicidio accidental), uno de los pintores más grandes que dio el SIXX terminó siendo velado en un pequeño salón, rodeado de las muchas pinturas que había dibujado en los últmos meses. De esta manera, es tan trágica la vida de este hombre que podría decirse que su primera muestra íntegra fue en su velorio. A esto se le suma un aspecto, claro, que es el de la locura. La que incluye su automutilación (aunque de nuevo, al igual que su muerte, está rodeada de un aura de sospecha), y un encierro en un manicomio. O sea, si uno quisiera buscar un estereotipo de artista genial, loco y trágico, Van Gogh no pareciera ser otra cosa que su ejemplo más perfecto.

Sus pinturas, por otro lado, parecen más de una vez reflejar esto. Aquella frase esbozada por el nene genio de Mentes que brillan es bastante cercana a lo que uno siente frente a una obra de Van Gogh. El chico ve una pintura llena de color, que exalta la naturaleza, y tiene sin embargo la sensación de que hay algo de deprimente en esa obra.

No es la única pintura de Van Gogh que da esa sensación de desconcertante angustia. Su célebre pintura “La noche estrellada” posee esa rara cualidad en la que Van Gogh nos presenta un cielo alunado y estrellado hermoso, lleno de azules y amarillos refulgentes, pero al mismo tiempo basta con ver el pueblo de abajo (aquel en el que habitan los hombres) para ver apenas un par de luces prendidas y una oscuridad omnipresente sobre la que la luz del cielo no parece llegar. En sus aún más célebres girasoles, Van Gogh usa distintos tonos de amarillos que le dan a la pintura una vitalidad admirable; así y todo, basta con observar que esos girasoles están marchitos para adivinar en esos cuadros una cualidad mortuoria, un pesimismo secreto. Estas pinturas se entregan a una interpretación fácil sobre un artista y su obra. Van Gogh, pintor vital como pocos (su actividad como pintor duró apenas ocho años, lapso en los que realizó más de 900 cuadros y 1600 dibujos), era también un alma muy torturada; y no es difícil ver en sus cuadros el reflejo de ese choque entre esa energía desbordante y ese espíritu autodestructivo.

Una de las primeras de las adaptaciones cinematográficas de la vida de Van Gogh tuvo algo de ese rasgo formal, al menos en lo que a tratamiento del color se refiere. El film en cuestión se llamó Lust for Life, conocida aquí en la Argentina como Sed de vivir y en España con el insólito título de El loco de pelo rojo. Un título bastante inadecuado porque el protagonista de esta película no está precisamente loco, más bien tiene instantes de locura por un espíritu desbordado y ávido de hacer algo trascendente en la vida (sea un servicio abnegado por los pobres, sea pintar). En todo caso, lo que es Sed de vivir es menos una reflexión sobre Van Gogh que una reflexión sobre la construcción de un genio en base a persistencia y aprendizaje permantente. En este sentido, la gran habilidad de este biopic del pintor (acaso el que mejor que se hizo junto con el de Pialat del ´92), es la de desestimar la idea de Van Gogh como alguien dueño de un don innato, casi mágico, para concentrarse en la idea de un trabajador incansable y dueño de una cantidad de mutaciones gigantescas a lo largo de su obra. Estará en esta película lo típico que encontramos en las películas sobre Van Gogh: su tormentosa relación con Gaughin, su internación en el manicomio, su automutilación, su relación con su hermano Theo y la idea consensuada de que murió tras dispararse en el abdomen.

Casi uno diría que como película sobre Van Gogh parecería bastante convencional desde lo narrativo. Y sin embargo, lo extraño de Lust for Life es que sigue siendo al día de hoy una película fascinante y raramente distinta de cualquier adaptación que se hizo después. Primero, por su extraordinaria síntesis narrativa (la cantidad de cosas que pasan a lo largo de dos horas de relato en este film es sorprendente); en segundo lugar, por una actuación hipnótica de Kirk Douglas (que asombró entre otros a John Wayne, quien no podía creer que un “duro” de la pantalla como él haya hecho un personaje tan sufrido y frágil); y en tercer lugar y sobre todo, por el extraordinario uso del color de la película. Allí, el enorme director Vincente Minnelli inundó la película de colores dueños de una intensidad desesperante, acorde justamente a ese cromatismo tan rabioso de las pinturas de Van Gogh. Además, con el material de base que tuvo, Minnelli construyó un biopic alejado de las convenciones de las historias de vida de Hollywood. Si desde el 30 en adelante Hollywood gusta de presenar sus biopics como historias de personas que contra viento y marea superaron todo tipo de aflicciones, Sed de vivir es justamente la historia de alguien marcado por la frustración constante y por una felicidad que no parece venir nunca.

Luego de esta película la figura de Van Gogh volvería a la gran pantalla con Vincent y Theo, de 1990 y dirigida por Robert Altman. Una película sufrida con gente sufriente, con un Tim Roth haciendo del célebre pintor en clave altisonante y furiosa, con una forma de caminar que parece más propia de una estrella de rock que de la persona tímida y temerosa que habían imaginado Minnelli y Kirk Douglas décadas atrás. La cuestión furiosa incluso se transmite en la propia música inicial con la que abre la película: allí escuchamos una guitarra eléctrica haciendo sonidos estridentes mientras contemplamos colores perturbadores. La escena siguiente encuentra a un hombre de una subasta vendiendo en plena década del 90 el cuadro de los girasoles de Van Gogh a millones de dólares, y de pronto un corte al SIXX, donde encontramos un Van Gogh con la cara sucia de trabajar en una mina, y durmiendo en un espacio paupérrimo. La idea es evidente: este pintor marcado por los pocos ingresos producirá cuadros que después de su muerte se venderán a millones de dólares. Justamente la idea de Altman es tomar la célebremente desgraciada de Van Gogh,para agregarle más desgracia todavía; de ahí que nunca hubo quizás otro Van Gogh más dispuesto a gestiular su dolor que este, ni una escena del corte de oreja (que normalmente los directores dejan pudorosamente fuera de campo) más explícita.

El camino que toma Robert Altman en esta película de agregar negrura sobre una vida negra no parece ser el más adecuado, y de hecho parece ser el camino que tomaron hasta ahora todas las películas que se hicieron en este joven SXXI. Fueron cinco en total: un número sorprendente de biopics hechos para una sola persona.

El Van Gogh de Tim Roth, más furioso que tímido

Intentemos no explayaranos mucho sobre el vergonzoso telefilm que protagonizó Benedict Cunterbacht en el año 2010 (Van Gogh: painter with words), ejemplo de cine academicista e intrascendente. Tampoco en las precarias The Eyes of Van Gogh (del 2005) o The Yellow House (del 2017). A lo sumo, concentrémonos en Loving Vincent, una película de animación en la que cientos de dibujantes se encargaron de animar los cuadros del pintor para contar algunos aspectos de la vida del artista. De este modo vemos los afamados cuadros de Van Gogh moverse y hablar. El efecto es rarísimo y bastante deprimente. Los cuadros de Van Gogh, que suelen exudar tristeza, al ser animados se vuelven todavía más perturbadores, y el film no parece tener ni un solo respiro, ni un solo momento luminoso en sus escasos 90 minutos, volviendo todo excesivamente gris. Por si esto fuese poco, la propia figura de Van Gogh es vista de forma excesivamente lastimosa. Lejos del pintor-rockero furioso de Altman, este Van Gogh no hace durante toda la película otra cosa que no sea sufrir y sufrir. Porque le hacen bullying en el pueblo, porque su hermano sufre al mantenerlo, porque el Dr. Gachet le dice alguna que otra cosa fuera de lugar. Así es como durante buena parte de la película, el Van Gogh de este largometraje no hace otra cosa que pasearse con cabeza gacha recibiendo insultos, envuelto en un halo de sufrimiento que le da hasta una característica de santo pagano.

Algo de eso hay en En las puertas del paraíso, la recientemente estrenada película de Julian Schnabel con Willem Dafoe en el papel de Van Gogh. El propio título del film sugiere un costado místico detrás del protagonista, y quizás por eso es que Schnabel elige para filmar la vida de Van Gogh una estética que parece remitir y mucho al cine de Terence Malick, con planos detalle de dedos tocando sembrados y cierta narrativa dispersa, que parece conjugar lo real con lo onírico. Que Schnabel elija hacer esto tiene que ver con la propia figura del pintor y las creencias religiosas que desarrolló al abandonar la Iglesia metodista. En esa creencia había una exaltación de Dios a partir del mundo de lo natural que hizo que sus pinturas de paisajes se volvieran especialmente potentes. Este misticismo natural es exaltado en una película que justamente es la que más se destaca por querer crear una puesta en escena que se adapte todo lo posible a la visión del mundo del pintor -de ahí, por ejemplo, la cantidad de planos subjetivos que tiene este largometraje-.

El problema en todo caso de la película de Schnabel es que este tipo de visión sobre el pintor termina volviendo a Van Gogh una figura demasiado plúmbea, demasiado idealizada, que durante demasiados tramos parece tener una excesiva claridad sobre el mundo de la pintura, su entorno y sí mismo. Es como si la adoración de Schnabel por su protagonista fuese tal que cualquier rasgo falible termina siendo ahogado, volviendo a este Van Gogh demasiado inalcanzable.

Acaso el mejor contraejemplo para este y tantos otros Van Gogh sea aquel filmado por Pialat en su obra maestra de 1992. La película, titulada sencillamente Van Gogh, es la historia de los últmos días del artista. O sea, acá no está Gauguin, ni la internación en el manicomio, ni sus primeros encuentros con los pintores impresionistas. De hecho, casi que acá tampoco hay locura. Van Gogh sólo posee una personalidad excéntrica cada tanto, y sus actos irracionales no son menos caprichosos que los de otros personajes que habitan esta película. En un momento de este film, el protagonista le dice a una mujer que toca el piano que le gusta verla tocar porque no pone las caras afectadas de los pianistas virtuosos. Acaso allí se toma secretamente una posición en la película: el virtuoso de la pintura Van Gogh está en las antípodas de todos los Van Gogh imaginados, justamente por su sobriedad y discresión. De hecho, nunca se vio a un Van Gogh como este ejecutar sus pinturas con tanta naturalidad, y sin ninguna cámara que quiera detallar el uso del color, o una música solemne de fondo que destaque el momento sublime del artista. Acaso el Van Gogh de Pialat no sea más que la perfecta contracara del imaginado décadas atrás por Minnelli. Si en el último la figura de lo genial se lograba gracias al talento pero también a la persistencia y a una necesidad espiritual, en el Van Gogh de Pialat el gesto de genio viene para quien lo ejecuta como algo completamente mecánico. Desde este punto de vista, no parece haber en Pialat ninguna mirada admirada con respecto a un personaje que rechaza cualquier característica altisonante o espectacular. De hecho, la propia puesta en escena de Pialat es por lejos la menos preciosista y estilizada de cualquier película hecha sobre el pintor, optando más por una estética de lo natural y una mirada distante hacia los usos y costumbres del SIXX. Así y todo, junto con toda esta estética de lo natural, se encuentra un detalle absolutamente genial: que este Van Gogh se pasea por la película con las dos orejas intactas, una confesión clara por parte de Pialat de que este largometraje, por más sobrio y naturalista que sea, no intenta ser una descripción precisa del artista y su entorno. Más bien, lo que nos dice Pialat, es que este Van Gogh no es otra cosa que en el fondo su Van Gogh. Es un razonamiento lógico después de todo: cualquier intento por describir fehacientemente hechos y personas que nunca conocimos y de los que nunca supimos fehcientemente cómo pensaban no puede dar como resultado otra cosa que una aproximación imprecisa y subjetiva hacia un pasado y una figura.

En el fondo, todos los que imaginamos un Van Gogh somos Pialat: tomamos una persona y a partir de allí la imaginamos del modo en que mejor nos parezca. Quizás, aquellas asociaciones de Van Gogh como alguien torturado, esas especulaciones constantes que existen con la relación entre su personalidad y su obra, no sean otra cosa más que meras sospechas que elucubramos, al querer saber quién fue verdaderamente el responsable de algunas de las noches estrelladas más impresionantes y los girasoles más tristes que se hayan dibujado nunca.