Una mujer, una vida

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

Estilo hiperrealista.

Una mujer, una vida no deja de ser, esencialmente, un melodrama con todas las letras escritas de modo claro y legible, pero que nunca se resigna a la mera ilustración.

Que la obra del francés Guy de Maupassant ha sido una niña mimada del arte cinematográfico a lo largo de su centenaria historia lo confirma una breve y obligatoriamente incompleta lista de cineastas que, literal o indirectamente, abrevaron en sus fuentes: John Ford, Kenji Mizoguchi, Luis Buñuel, Max Ophüls, Arturo Ripstein. Una mujer, una vida (innecesariamente adornado título local) no es tampoco la primera traslación al cine de Una vida o La humilde verdad, una de las seis novelas escritas por un autor interesado esencialmente en el relato breve: el multifacético Alexandre Astruc abordó magistralmente las páginas del texto original en 1958, con el protagónico a cargo de la vienesa Maria Schell. Y si bien el nuevo largometraje de Stéphane Brizé puede dar la impresión de encarnar en un objeto radicalmente diferente a su anterior El precio de un hombre –con su trama urgente y contemporánea y una temática estrictamente ligada a los problemas de un hombre recientemente desempleado–, lo cierto es que las desventuras cotidianas, a lo largo de las décadas, de la heroína Jeanne –una joven aristócrata de la región de Normandía que caerá inexorablemente en desgracia– se transforma, merced a las formas elegidas por el realizador, en otro retrato de un personaje atrapado en la espesa telaraña de las circunstancias sociales.

Más allá del clasicismo que su formato de pantalla casi cuadrado parecería señalar, poco hay aquí del cinéma de papa aborrecido por Truffaut y sí algo más cercano a la aproximación del director de Los cuatrocientos golpes al cine histórico basado en textos literarios, en películas como La historia de Adèle H o Las dos inglesas. Esto es, una aproximación relativamente fiel a la esencia y pormenores de la fuente entrelazada con un estilo que, si bien nunca llega a experimentar con ideales rupturistas, tampoco se amolda a los confortables, pero usualmente estériles placeres de la simple ilustración de la letra escrita. Una mujer, una vida no deja de ser, esencialmente, un melodrama con todas las letras escritas de modo claro y legible: su relato básico es el de una muchacha noble casada con un joven que sólo le traerá desaires, infidelidades y, finalmente, desdichas. El mayor riesgo tomado por Brizé –origen de las virtudes y también de los excesos de su película– es optar por potenciar esos dolores personales y extenderlos a la audiencia a partir de un estilo hiperrealista, por momentos incluso seco, y una estructura con múltiples elipsis y saltos temporales nunca referidos de manera explícita.

Si bien los fuertes vientos de la costa del norte de Francia en invierno o la lluvia golpeando los vidrios de un ventanal no dejan de hacer las veces de refuerzos melodramáticos, la música incidental no tiene prácticamente lugar en la banda sonora y algunos de los momentos de mayor potencia narrativa de la novela aparecen apenas referidos o transcurren en estricto fuera de campo. En ese sentido, el realizador parece haber encontrado en Judith Chemla el rostro ideal para transmitir esa mezcla de amor a la vida, temor al futuro y resistencia al dolor físico y espiritual que hacen de Jeanne una heroína en el sentido clásico de la palabra. Una muy lograda serie de escenas en las cuales se encuentra atrapada entre sus obligaciones como esposa (nuevamente, en la aproximación más decimonónica posible de ese concepto), su sentido ético del deber y el miedo a dejar de hacer pie en la estructura familiar y social es la demostración cabal de que el método elegido por Brizé para adaptar el libro rindió sus frutos. En líneas generales, la primera de las dos horas de metraje encuentra un tono más que adecuado para transmitir la profunda insatisfacción de su protagonista con el mundo que le ha tocado en gracia transitar y la mirada contemporánea no puede sino adherir una pátina feminista a todo el asunto.

Es durante el segundo y último tramo –con las preocupaciones trasladadas de la órbita del esposo a la del hijo– cuando el film comienza a perder energía vital ante una acumulación de escenas que, muchas veces, refuerzan hasta el cansancio los motivos centrales de la historia. La pérdida de los bienes materiales y el coqueteo con la locura –como en tantas otras historias contemporáneas a la publicación de Une vie– conforman el frente de tormenta de los últimos años de vida de Jeanne, pero también son el origen de una posible y deseada trascendencia. De esa iluminación se encargan los últimos minutos del film, una apuesta osada, aunque no siempre acertada, que vuelve a recordarle al espectador que, en el cine, lo esencial es simultáneamente visible e invisible a los ojos.