Undine

Crítica de Miguel Peirotti - A Sala Llena

Personaje apasionado, pero apasionado hasta precipitarse en los bordes resbaladizos de la razón, apasionado y devoto como habitualmente suelen ser los personajes de las películas de este director personal y perseverante de dramas y melodramas que amalgaman sus torrentes de amor con descargas de electricidad fantástica, o sea, personaje apasionado hasta la exacerbación psíquica, hasta el sinfín de la comprensión realista; sentimental también, expansivamente sentimental y entregada al amor como Neptuno a las aguas, Undine, porque hablamos de Undine, la húmeda protagonista de esta fábula moderna cruel y emotiva que es interpretada por la talentosa y cinegénica Paula Beer, ganadora del Oso de Plata a la mejor actriz en el festival de Berlín y habitué en las últimas excursiones de este cineasta, Undine, como decíamos, es el mar y es la locura, es la encarnación de lo tempestuoso en el territorio frágil del romanticismo interpersonal, es el hilo de seda que une los retazos de un relato invertebrado, con desvíos narrativos, pero consistente y aprisionador.

Undine es una hija volcánica del director Christian Petzold, que en esta oportunidad aborda un mito germánico con reverberaciones argumentales más que evidentes de la obra del autor literario danés Hans Christian Andersen (“La sirenita”, por caso), que se describe como una criatura mitad humana, mitad marina condenada al amor eterno con/por un ser humano; Undine (en mercados hispanoparlantes suele conocerse como “Ondina”) es lo que popularmente conoceríamos como una sirena. Pero Undine, la película, afortunadamente no pasó por el falaz tamiz uniformador de Disney (por lo que Undine no tiene que rebelarse del padre o alguna idiotez de esas) y, además, el dato que tenemos de las sirenas es que no se andan con chiquitas en cuestiones del amor, rasgo temperamental susceptible de evolucionar a pulso vengativo si la señorita de actitud anfibia es ofendida; por esto último, los marineros más valientes de todo el globo temieron a las sirenas durante siglos de supersticiones oceánicas paliativas de soledades insalvables o naufragios masturbatorios. Y por acá va la película nueva de Petzold.

Bajo el manto sagrado de la historia de amor, yacen Undine y Undine. Ella no lo sabe y querríamos advertírselo –empatizamos con esta enamorada escamosa hasta la última gota de sangre y desde el primer fotograma de emulsión digital–, pero será víctima de su propia pulsión endovenosa y el destierro de su existencia terrestre pasará a convertirse en el peligro mortal de su cadena perpetua. El derrotero de una mujer lastimada puede germinar inesperadamente en un laberinto de agua y sal a cuentagotas de lágrimas. El derrotero de una sirena traicionada abre las compuertas de un potencial devastador épico. Es a partir de un giro que toma el relato, vinculado a esta faceta particularmente determinante de la personalidad de las sirenas, que lo filosiniestro reaparece en Petzold, un cultor hábil del mestizaje de géneros que no pretende ser considerado ningún master of horror de nada ni gozar de las mieles, al cabo salobres, de los compartimentos creados por el marketing. Petzold se defiende ante sus detractores con el escudo inviolable de la coherencia. Su obra permite interpretar que estamos ante un autor que busca del cine contemporáneo, su terreno y su tiempo, un campo de juego de adultos en el que las excursiones zigzagueantes dentro de las ficciones más simples entretejan el programa principal de su objetivo de exploración cinematográfica, de su camino artístico en línea transversal, que todavía no ha terminado; acaso, recién ha empezado. Sin grafismos metamórficos importados de las monsters movies del cine de terror propiamente dicho y hecho, sin connotaciones folclóricas crípticas como las de El faro, de Robert Eggers, Petzold armoniza las complejidades sentimentales de una historia elegíaca y desoladora extirpada a la fuerza de la fórmula narrativa “chico-conoce-chica” (las escenas románticas son un vendaval de verdad y erotismo soft) con los designios funestos de una maldición ancestral que inhibe cualquier plan ulterior de sus protagonistas. Y, presumimos, con la vocación secreta de extender un certificado de defunción definitivo a todo abordaje naturalista de su cine.