Una villa en la Toscana

Crítica de Milagros Amondaray - La Nación

Realidad y ficción se entrecruzan en Una villa en la Toscana, ópera prima del actor de Broadchurch y Agent Carter James D’Arcy, en la que Liam Neeson abandona momentáneamente su papel de hombre rudo en busca de venganza para comandar con su hijo, Micheál Richardson, una historia intimista que toca fibras personales.

De hecho, ambos aceptaron protagonizar el film por el derrotero de sus respectivos personajes, Robert y Jack, padre e hijo que se distanciaron por años luego de la muerte de la madre del joven. Una de las curiosas decisiones que toma D’Arcy con su guion es la de no ahondar en la cotidianidad de sus protagonistas previa al reencuentro. Por el contrario, ambos se vuelven a ver al comienzo del film, sin que predomine la incomodidad, la angustia, el enojo, o cualquier emoción propia de ese acontecimiento.

Luego, llega la excusa narrativa que los motiva a compartir tiempo juntos: la visita a la casa familiar en la región de Toscana que el joven quiere poner a la venta. D’Arcy muestra la refacción del derruido inmueble mediante todos los lugares comunes posibles, desde la simpática ayuda de los vecinos hasta el inevitable cariño que sus dueños le empiezan a tomar al lugar.

Sin embargo, lo más llamativo de un film tan personal para Neeson y su hijo (la muerte de la actriz Natasha Richardson sobrevuela el largometraje) es que los actores comparten tan solo un puñado de escenas, ya que su director se distrae con personajes secundarios que no tienen mucho para aportar.

Asimismo, tampoco ayuda que esas secuencias sean visualmente pobres, y con una banda sonora que sobreexplica diálogos reveladores, aunque un tanto forzados. Con excepción de un tramo final menos impostado, Una villa en la Toscana es una película predecible que tenía todos los elementos para conmover, pero cuya lasitud va en detrimento de ese objetivo.