Una misión en la vida

Crítica de Paraná Sendrós - Ámbito Financiero

Paisajes lúcidos de una extraña misión

De Eran Riklis, el autor de «La novia siria» y «Los limoneros» (que acá se estrenó como «El árbol de lima») nos llega ahora una nueva película, más volcada a la tragicomedia. Pero una tragicomedia, digamos, aligerada, aparentemente leve, cosa de hacernos digerir sin susto las cosas profundas que contiene. Cosas como la soledad de los inmigrantes, la sequedad de los jefes que en el fondo tienen su corazoncito, la indiferencia de las empresas hacia su personal más prescindible, la preocupación de esas mismas empresas por la imagen, cuando se les enrostra la mencionada indiferencia, y también el destino, la ironía del destino, la diáspora y las diásporas, el cuerpo, la belleza desatendida, el viaje a la última morada, la emoción de una despedida colectiva, y también, de forma curiosa, inesperada, y tan lógica que parece mentira que suene inesperado, el derecho universal a eso que muchos todavía llaman Ciudad Santa, y entienden de distinto modo.

Cómo se abarca todo esto, cómo se hace entretenido y al final hasta un poquito emotivo, convirtiendo en metáfora una anécdota aparentemente menor, es mérito de tres personas. El director Eran Riklis, por supuesto. Antes, el guionista Noah Stollman, que supo adaptar, y en parte mejorar, una interesante novela. Y antes aún, el autor de esa novela, Abraham B. Yehoshuá, que la publicó como «Una mujer en Jerusalén», según reza la edición española. En ella cuenta con singular percepción humorística, pero de humor asordinado, un asunto digno de Mark Twain o Ernst Lubitsch.

Protagonista, el jefe de Relaciones Humanas de una panadería industrial donde las personas son tan anónimas como los panes hechos por máquinas. Nadie tiene nombre, solo son el jefe, la hija, la secretaria, el supervisor, la ex mujer, los empleados, etc. Solo una persona tiene nombre, y apellido, pero recién después de muerta. Antes era la mujer de la limpieza.

Ahora, el jefe de Relaciones Humanas debe conocerla por su nombre, y llevar su cuerpo a su tierra natal, porque era extranjera y murió en un atentado de una guerra ajena. La historia deriva luego en un viaje medio pintoresco, algo apoyado en caricaturas y clisés (y en la novela también se pierde un poco), pero de pronto descubrimos que llega a buen puerto, vale decir, por algo hace semejante viaje y llega hasta la aldea perdida donde llega.

Y es ahí donde el susodicho jefe, y el espectador que lo acompaña, y que también es medio anónimo, empiezan a percibir algo más que la anécdota, y empiezan a soltar la lágrima. ¿Qué es lo que perciben? Llegado a ese punto, el hombre bien podría decir, como dijo aquel marinero del viejo romance español, «Yo no digo mi canción, sino a quien conmigo va». Conviene ir.