Una femmina

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

"Una femmina, el código de silencio": reformular el código mafioso

La consagratoria labor de la debutante Lina Siciliano es solo una de las muchas virtudes del film, que pone el foco en la 'Ndrangheta calabresa desde el punto de vista de una mujer que decide romper con todo.

Quién sabe si será por afinidad genérica, por familiaridad o por cercanía cultural que las películas ambientadas en el mundo de la mafia tienen mucho de operístico. Una grandilocuencia trágica y ampulosa que tiene su centro en una desmesura que es al mismo tiempo emotiva, violenta y barroca, características muy arraigadas en la sociedad italiana y en su cultura popular. Dicho perfil está presente en la saga El padrino, de Francis Ford Coppola, máxima referencia dentro del género, y es también lo que define a Una feminna, el código de silencio, impresionante debut en la ficción del calabrés Francesco Costabile, cineasta cuya experiencia previa se vincula sobre todo al registro documental.

Como ocurre con las organizaciones mafiosas, Una femmina gira en torno de una estructura familiar cuyo drama, al igual que en El padrino, toma como eje al miembro más joven de ese núcleo. Con la notable diferencia de que acá se trata de una mujer, figuras que en este tipo de relatos, con excepciones, suelen ocupar roles más bien laterales. Los mismos pueden agruparse en tres grandes grupos: el sostén emotivo del hombre desde los roles de esposa o de madre; la complicidad silenciosa, que tanto puede ser voluntaria como forzada; o la víctima inocente de los intereses y costumbres de estas organizaciones.

Se puede decir que Rosa, la protagonista de Una feminna, ocupa un lugar ambiguo dentro del linaje de las mujeres en las historias de mafia. Porque por un lado en ella se cumplen al menos dos de las características recién mencionadas. Pero al mismo tiempo presenta un arquetipo que si bien no es nuevo, al menos se lo puede calificar como infrecuente. El mismo funciona a la perfección no solo desde lo dramático, sino también como una expresión propia de estos tiempos, en busca de abolir los límites que hasta acá ceñían (y en la mayoría de los casos todavía ciñen) a lo femenino.

Rosa es la sobrina de Salvatore, líder de un clan familiar vinculado a la ’Ndrangheta, organización criminal propia de la región de Calabria que desde los años ’90 se ha convertido en la más poderosa de Italia. A diferencia de la Cosa Nostra siciliana, cuyos negocios estaban vinculados al comercio y la prostitución, o a la Camorra napolitana, históricamente ligada el contrabando, la mafia calabresa se ha hecho fuerte gracias al tráfico de cocaína. Como se revela en la secuencia que abre la película, Rosa arrastra un trauma vinculado a la muerte de su madre que se manifiesta a través de pesadillas recurrentes. Como suele ocurrir con tantos héroes y heroínas, será sobre esa herida que la protagonista construirá su propio destino.

Porque como en toda buena tragedia, lo que define a Rosa es el dolor. Un sufrimiento que en este caso alimentará de forma inevitable sentimientos y emociones de raíz violenta, como la furia o la venganza. Y si bien es cierto que se trata de un lugar común acerca de la identidad italiana, también lo es que Costablie logra que el recurso vuelva a funcionar a la perfección. Parte del éxito surge de los lazos que el guión tiende con distintas tradiciones de la narrativa universal. Porque Una feminna tiene mucho de tragedia shakespeariana, tanto que es inevitable reconocer en Rosa rasgos que la ligan a distintos personajes creados por el Bardo, de Julieta a Lady Macbeth. Pero también hay algo de la trama que imaginó Borges en “Emma Zunz” definiendo la ética del personaje.

A estos aciertos, vinculados a los aspectos narrativos de la historia (que Costabile construye con un extraordinario nivel de verosímil, tal vez por su familiaridad con los recursos del documental), hay que sumarles un elemento crucial. Se trata de la labor de la joven actriz Lina Siciliano, debutante absoluta, quien logra darle a Rosa una dimensión que es a la vez más grande que la vida, pero también encarnecida y encarnizadamente humana. Cuesta recordar a una actriz, mucho menos a una debutante, que sea capaz de transmitir emociones tan vívidas y potentes como Siciliano. Hay algo en ella, en sus gestos y en especial en su mirada, que es capaz de convencer incluso a los ateos de que Dios existe. Verla en pantalla es un prodigio que justifica no solo el valor de la entrada, sino la marca que es capaz de dejar en la memoria del espectador.