Una educación parisina

Crítica de María Fernanda Mugica - La Nación

Una educación parisina parece querer conjurar el espíritu de París nos pertenece, el primer largometraje de Jacques Rivette. Allí hay estudiantes universitarios enfrascados en largas discusiones intelectuales; romances complicados, libros como parte de la conversación y del decorado y caminatas por una siempre espléndida París fotografiada en blanco y negro. Hasta la duración de ambos films, alrededor de dos horas y 20 minutos, se asemeja.

Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre el film de Civeyrac y la ópera prima de uno de los fundadores de la Nouvelle Vague. Cuando Rivette filmó París nos pertenece, hace exactamente 60 años, era parte de una revolución en el cine. En cambio, Una educación parisina evoca a un pasado cinematográfico, con bastante nostalgia y sin aportar demasiada novedad.

El dilema sobre cómo debería ser el cine está contenido no solo en las decisiones estéticas de Civeyrac, sino que aparece de forma explícita en los diálogos. La trama se centra en Etienne, un joven que se muda de Lyon a París para estudiar cine. En la universidad se hace amigo de dos compañeros, uno de los cuales, Mathias, es intransigente en cuanto a sus ideas sobre el cine, que para él debe capturar la realidad. Etienne comparte su opinión, aunque no la expresa de manera tan extrema. En contraposición a ellos, hay un compañero de clase al que desprecian porque defiende al giallo y las películas de zombis.

El film cuestiona el extremismo de Mathias, pero en su propia naturaleza se mantiene cercano a sus ideas. Si bien tiene virtudes, entre ellas la belleza de la fotografía y la música clásica que abunda en la película, Una educación parisina responde a una idea de lo que el cine debe ser, que resulta algo limitada y, en todo caso, tiene mejores exponentes.