Una dama en París

Crítica de Pedro Squillaci - La Capital

El amor que nunca envejece

No hay dudas que “Una dama en París” es una película de amor. Amor con mayúsculas. Aunque en todo el filme de Ilmar Raag haya sólo un piquito entre esa mujer enamorada y ese hombre, que tiene la categoría de ex amante. Claro, la dama en cuestión es nada menos que Frida (Jeanne Moreau, eterna) y el señor es Stephane (Patrick Pineau). Ella, una octogenaria algo desprejuiciada para la época; él, un cincuentón agradecido. Y la tercera en discordia, que también puede ser la dama del título, es Anne (Laine M„gi, impecable). Entre los tres también hay una química de amor y odio, que atraviesa la historia y la hace más atrapante, simplemente por lo sutil de ese cruce. Anne y Frida tienen en común su procedencia, y es que ambas son estonianas. Por ese motivo Stephane le pedirá a Anne que viaje desde Estonia hacia París para cuidar a Frida. Y le advierte: “Ella dice lo que piensa, no se deje intimidar”. En el primer encuentro se sacan chispas. Frida la desprecia, la denigra. Y Anne dudará entre irse a su casa, a compartir lo poco que le dan sus hijos y afrontar los recuerdos de su madre fallecida, o quedarse ahí, en la belleza parisina, y afrontar otra nueva realidad. El director quiso hablar de amor, pero también de sexo, de deseo, de que la vejez no tiene por qué ponerle arrugas a los sentimientos, y hasta de la inmigración en Francia. Y eso lo muestra desde el derrotero de tres personajes que tienen otro común denominador: la soledad. Para no dejarla pasar.