Una dama en París

Crítica de Gaspar Zimerman - Clarín

La vejez, ese problema

Como Amigos intocables, la taquillera película de Olivier Nakache, Una dama en París es una de esas películas que fuerzan la convivencia de personajes incompatibles con la excusa de que uno debe cuidar al otro. Lo que suele ocurrir en este subgénero “de opuestos” es que al principio las cosas no marchan muy bien, pero de a poco todo se acomoda y tanto un personaje como el otro reciben una lección de vida. Y en este caso, esa regla se cumple: la estonia (el director, Ilmar Raag, es de esa nacionalidad) Anne viaja desde su país a París para cuidar a Frida, una anciana compatriota que pasó la mayor parte de su vida en Francia. Por supuesto, además de depresiva, la vieja es ácida, cascarrabias, cruel. Pero, en contacto con Anne, se suavizará e incluso llegará a sonreír.

Lo que salva a Una dama en París son las actuaciones y el tono. A pesar de estar detrás de una máscara de colágeno, Jeanne Moreau muestra que, a los ochentipico, está a la altura de su leyenda. Con su sufrido rostro báltico, Laine Mägi, la cuidadora, es su perfecta contraparte (entre ambas consiguen eso que suele definirse como “química”). El director acertó al no cargar las tintas sobre la emotividad: esquiva los golpes bajos y no intenta que sintamos pena por sus criaturas. Y, de refilón, se mete con al menos dos temas tabú. Uno, el deseo sexual en la tercera edad. Otro, los sentimientos encontrados que experimentan quienes quedan con un anciano a su cargo: el amor y la abnegación mezclados con el hartazgo y la necesidad de liberación. “Yo deseé que mi madre se muriese”, confiesa Anne, y abre la puerta a la reflexión sobre una problemática cada vez más acuciante.