Una dama en París

Crítica de Fernando López - La Nación

La dama estoniana del título puede ser -cuando la historia ha terminado de ser contada- cualquiera de las dos. En principio, sin embargo, antes de que sus caminos se crucen, parecería que entre las dos mujeres sólo hay diferencias: la tímida, opaca Anne (Laine Mägi) tiene la tristeza, la resignación y el desaliento reflejados en la mirada de sus ojos grises. Ha vivido los últimos años dedicada a cuidar a su madre enferma en un pueblito de Estonia y ahora que ella acaba de morir, se encuentra definitivamente sola. Divorciada hace mucho, sus hijos han dejado la casa y apenas los ve unos minutos en la ceremonia fúnebre. Ellos mismos la alientan para que acepte la oferta que a los pocos días le llega de París, un lugar que siempre soñó conocer. Allí deberá encargarse del cuidado de una compatriota rica y anciana, de la que apenas sabe que tiene un carácter difícil.

La autoritaria Frida es, en cambio, luminosa como aún puede serlo una Jeanne Moreau que a los 84 años (el film es de 2012) puede robar cada escena en la que aparece, aunque sea en un personaje tan cambiante, orgulloso y malhumorado como esta anciana dama extravagante. Ella ha pasado tantos años disfrutando de las libertades de París que hasta ha olvidado su lengua materna y cortado toda relación con lo que quedaba de su familia en el Báltico y con el grupo de compatriotas con los que en otros tiempos integraba un coro.

Las diferencias están a la vista en el estilo, la ropa y el modo de actuar, pero también en sus experiencias del mundo: la simplicidad campesina de Anne está lejos de la liberalidad mundana de Frida, de la que probablemente le ha quedado esa pose de diva que la vuelve a veces cautivante y a veces inaguantable.

El que tiende el lazo laboral es Stéphane (Patrick Pineau), un ex amante que hoy es su amigo y constituye la única compañía que la anciana quiere a su lado. En cambio, rechaza de plano a la asistente que él le ha impuesto para que la atienda y la proteja. Llevará tiempo limar esos desencuentros.

Ilmar Raag se inspiró en experiencias vividas por su propia madre, cuando tras la depresión y el vacío que padeció al quedar viuda a los 50, aceptó viajar a París a cuidar a una anciana estoniana adinerada y volvió convertida en otra mujer. Una transformación similar vive Anna, al tiempo que la interconexión que se establece entre los tres personajes va mostrando la gradual evolución del vínculo entre las mujeres, desnudando sus personalidades, exponiendo sus actitudes frente a la muerte y reconstruyendo sus historias en escenas tan acertadas como las que explican el porqué del aislamiento de la anciana y de su rechazo a todo lo que la liga a su país, o como la que alude a la calidad de la relación que ha vivido con Stéphane: un conmovedor y delicado momento íntimo en el que el lugar de la pasión es ahora ocupado por la nostalgia.