Un vecino gruñón

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

Hace ya más de treinta años, el finlandés Aki Kaurismäki había ofrecido un planteo curioso para su primera película internacional, filmada en Inglaterra con un protagonista francés: nada menos que Jean-Pierre Léaud. Contraté a un asesino (1990) es la historia de un hombre tímido e insatisfecho que, ante la pérdida de su empleo y la irremediable soledad que lo aqueja, decide suicidarse. Una y otra vez lo intenta, fracasando de manera absurda, por cobardía o por azar. La decisión de contratar a un asesino a sueldo para hacer lo que él no puede finalmente se revela como una nueva ironía del destino cuando se enamora y ya no quiere que lo maten. Escapar de su propio asesino será la mejor forma de comenzar a vivir.

Este prólogo coincide en algunos puntos con Un vecino gruñón, que a su vez es remake de una película sueca –Un hombre llamado Ove (2015), de Hannes Holm–, ambas inspiradas en el best seller del escritor y periodista Fredrik Backman. Otto (Tom Hanks) también fracasa en sus intentos de suicidio y después un encuentro fortuito lo aferra nuevamente a la vida. Pero la historia de Otto no es aquella comedia irónica de Kaurismäki, con sus colores estridentes para retratar un mundo áspero preñado de una incierta emoción, sino la esperable fábula de superación, aquel hallazgo de la esperanza cuando todo parecía terminado. Marc Forster no da demasiadas vueltas a su prolija adaptación, sino que la viste de ajustada corrección política –vecina latina, amigo negro, chico trans en problemas–, la decora con música melosa y paisajes nevados, y apela a una buena dosis de lágrimas para humedecer las endurecidas emociones del personaje y los espectadores.

Pese a ello, el Otto de Tom Hanks consigue desprenderse del corsé del viejo cascarrabias, del hombre metódico obsesionado por hacer las cosas correctamente, enojado con la vida y con la muerte, batallando con el negocio inmobiliario, con los inútiles e irresponsables, con la desidia de un mundo que lo subleva, para enriquecerlo con sus expresiones de humor, sus muecas de fastidio, la potencia de un hombre dolido que no quiere resignarse.

La película cumple con su fórmula y encuentra sus momentos más convencionales en los flashbacks sobre el pasado de Otto, la raíz de su tragedia y algunas explicaciones innecesarias para sus emociones más libres. Sin embargo, ese presente signado por encuentros esperables con Marisol (Mariana Treviño) y su prole, reconciliaciones con viejos amigos antes distanciados por preferencias automotrices –muy divertida la escena de la disputa entre Ford y Chevrolet– y la visita de queridos fantasmas, resulta disfrutable en su recorrido, como ese placer culposo con el que nos permitimos llorar.