Un reino bajo la luna

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

Las aventuras de los inocentes

Los grandes cineastas evitan duplicar con sus cámaras el mundo que los rodea. Se abstienen de copiar y se limitan a observar; de él sustraen cuidadosamente la materia para inventar e imponer una forma y un mundo.

Un plano de Jacques Tati, de Pedro Costa, de David Lynch se reconoce al instante. Lo mismo sucede con Wes Anderson, el más grande de los cineastas norteamericanos de su generación.

Anderson es casi un demiurgo, y en el planeta simbólico que ha concebido desde su primer filme no vemos otra cosa que un universo de obsesivos queribles, pequeñas comunidades excéntricas y dilemas existenciales que se mantienen un poco al margen de la historia y la rosca política.

Es 1965, nos informa un ­narrador, y todo transcurre en una isla de Nueva Inglaterra. En esta ocasión el tema es el amor preadolescente entre Suzy y Sam. Suzy (Kara Hay­ward), a quien le gusta mirar el mundo a través de binoculares, y sus tres hermanos menores se entretienen escuchando a Benjamin Britten y leyendo literatura. Sus padres (Bill Murray y Frances McDormand) no parecen ser felices juntos (véase una escena magistral en la que la pareja verbaliza su decadencia), pero sí son buenos padres.

Suzy conoció a Sam (Jared Gilman) en una función de teatro escolar. Este huérfano se siente más a gusto entre boy scouts que conviviendo con su familia adoptiva. Para ambos, fugarse juntos rumbo a un territorio indígena despoblado es un plan perfecto. Son aventureros por naturaleza y están viviendo su primer amor. Como en cualquier fuga serán buscados, pero eso es tan sólo una anécdota.

La proliferación de travellings laterales y hacia atrás y adelante con los que arranca Un reino bajo la luna parece responder a una geometría secreta. Anderson delimita su mundo: los colores, los objetos, los mapas y los personajes expresan un microcosmos regido por la exuberancia y la rareza.

Los detalles que pueblan cada plano denotan una obsesión. Tanto los personajes como el director se empecinan en ordenar y controlar el mundo, que resulta siempre ligeramente amenazante. Será por esto que una tormenta colosal terminará casi con el campamento de los scouts y el pequeño pueblo. Extraña paradoja y estrategia inconsciente: el universo seguro pero asfixiante del obsesivo requiere para su mantenimiento de aire y de la libertad nacida del caos.

Pero lo más importante de todo es otra cosa: el amor aquí es empírico, se ve más que se enuncia. Y se confirma en la ternura que experimentan el policía interpretado por Bruce Willis y el líder de los scouts interpretado por Edward Norton; su preocupación por el joven huérfano revela la naturaleza amorosa de los filmes de Anderson.

La hostilidad del mundo siempre es conjurada en alianzas secretas entre de­samparados.