Un reino bajo la luna

Crítica de Fernando López - La Nación

Una fábula encantadora

Decir que Wes Anderson es un creador único puede parecer altisonante. Pero ¿cómo distinguir a un cineasta que crea estos encantadores mundos de fantasía que tanto dicen sobre el mundo real, mundos en miniatura poblados por excéntricos que se expresan en clave de comedia, pero traen en el fondo cierto aire melancólico y tristón y aun así exponen casi siempre su visión optimista de las cosas? ¿Cómo encontrar el adjetivo que le quepa justo a un artista tan sensible, elegante, generoso, delicado, sincero, imaginativo, singular y difícil de definir si al mismo tiempo sus obras son tan inmediatamente reconocibles que parecen llevar una marca registrada?
A quienes lo admiran y disfrutan de visitar sus mundos imaginativos y extravagantes no hace falta decirles mucho; sólo que Moonrise Kingdom: un reino bajo la luna es una fábula encantadora que transcurre en 1965, un tiempo en que se supone todo era más inocente y más sencillo, y habla de la fuga de amor de dos preadolescentes en busca de su propio paraíso (y probablemente también de una sociedad dividida que crece y aprende a unirse), en el más puro estilo Wes Anderson. A quienes no lo han descubierto todavía o los que rechazan sus rarezas, cabe invitarlos a dejarse llevar por la tierna dulzura y la gracia del film siguiendo -como los personajes mismos en la ficción- la Guía de orquesta para jóvenes, de Benjamin Britten, que sugiere la metáfora al exponer sobre sus Variaciones y fuga sobre un tema de Purcell lo que cada sección de la orquesta aporta al sonido del conjunto.
En la imaginaria isla de Penzance, Nueva Inglaterra, cada uno cumple su función; los boy scouts a las órdenes de un Edward Norton de pantaloncitos y medias altas; el único policía (Bruce Willis) que asegura el orden; la pareja de abogados que atiende los trámites judiciales (Bill Murray y Francis McDormand), y una dama enérgica (Tilda Swinton) cuyo nombre lo dice todo: Servicio Social. No todos son felices, pero menos que nadie lo son los dos protagonistas que han decidido desafiar el orden establecido: el diestro scout huérfano que ha cambiado varias veces de hogar sustituto y es poco querido por sus compañeros y la chica solitaria, hija de los abogados, que no se despega de los poderosos binoculares ni de sus libros, su mascota y su música preferida. La sabiduría de los indígenas les indicó dónde establecerse; lo demás lo hacen los conocimientos de Sam (Jared Gilman), el sentido práctico de Suzy (Kara Hayward), la decisión de alejarse de un mundo que no les es grato y el puro amor que se profesan.

Claro que la inexplicable desaparición de los chicos alborota a toda la isla y pone en movimiento una búsqueda desesperada, sobre todo porque -según lo ha informado un relator que es cartógrafo e historiador (Bob Balaban)- se viene una terrible tormenta, quizás una nueva edición del Diluvio Universal.

Hay mucho de poético cuento infantil en la historia imaginada por Anderson y Roman Coppola, también su coguionista en Darjeeling, muchos enredos que van desanudándose, un sinfín de aventuras, que involucran incluso a los solidarios scouts dispuestos a socorrer a su ex compañero y una secuencia espectacular cuando llega el huracán al cabo del cual todos, después de haber sufrido el miedo de perder a dos seres amados, reanudan la vida con espíritu más amigable y comprensivo.

Es una delicia que se disfruta de principio a fin (y fin quiere decir hasta que terminan los créditos, un cierre redondo) y a la que muchísimo contribuye el admirable elenco, en especial Gilman y Hayward, que cargan con las mayores responsabilidades, pero también los consagrados, entre los que no es injusto destacar al tierno Willis y a un impagable Edward Norton..