Un papá singular

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

El acierto de evitar lecciones de vida.

Ben Stiller encuentra el tono justo entre la comedia y el drama en un film que, más allá de su discutible título en castellano, tiene sus aciertos en la pintura de un hombre acosado por pensamientos, deseos y temores típicos de la crisis de la mediana edad.

No tanto un “vehículo” tradicional para Ben Stiller como un proyecto pensado para explotar sus cualidades de comediante dramático (valga el paradójico neologismo), el segundo largometraje como realizador del actor y guionista Mike White lo encuentra –como también ocurre en la reciente The Meyerowitz Stories (New and Selected), de Noah Baumbach, lanzada directamente en la plataforma Netflix– en un plan alejado de sus facetas más desembozadamente cómicas, con las cuales una parte sustancial del público lo sigue relacionando de manera casi automática. Algo similar puede afirmarse respecto de White: su ópera prima El año del perro (2007) mostraba cierta predilección por las neurosis urbanas y un tono cálido a la hora de describir a los personajes. Y si en films como Escuela de rock o Nacho libre sus guiones alternaban un pathos microscópico con la exploración del histrionismo de Jack Black, en Un papá singular la comicidad no pasa tanto por las acciones y reacciones de su protagonista como por los pensamientos, deseos y temores, típicos en ese período conocido como crisis de la mediana edad.

La obsesión primordial de Brad parece ser el estatus social, como afirma literalmente el título original en inglés. Su único hijo está a punto de ingresar en la universidad, buen momento para esos balances de fin de era, que en su caso contienen como tesis fácilmente comprobable que los amigos de la juventud son mucho más exitosos/famosos/ricos que él. Brad es socio fundador de una ONG (irónicamente, no tardará en describirse como ex idealista) y forma parte de esa tradicional clase media estadounidense que debe hipotecar su hogar para permitir la carrera universitaria de las nuevas generaciones. Es cierto que White termina abusando de la voz en off para explicar algunas de las contradicciones ideológicas de su criatura, aunque ello encuentra un contrapeso visual en los sueños diurnos que diseñan la vida paradisíaca o infernal –dependiendo del estado de ánimo– de los ex compañeros. Por caso, Brad imagina al hombre de negocios interpretado por Luke Wilson volando en su lujoso jet privado, aunque esa misma situación puede ser puesta patas para arriba con el simple agregado de los hijos más ridículamente caprichosos del mundo (adictos a la cocaína, para más datos, a pesar de la tierna edad de cinco o seis años).

El mismo White se reserva el rol de uno de esos ex colegas, transformado en la mente de Brad en un estereotipo caminante de gay rico, perro caniche y mozos con el torso desnudo al borde de la pileta incluidos. Pero es el personaje encarnado por Michael Sheen –escritor y periodista estrella, de esos que se codean con políticos del más alto nivel– el que terminará resultando de gran importancia para el relato. El viaje de Brad y su hijo a la Costa Este y la visita a algunas de las universidades más prestigiosas (el joven tiene un don para la música y la posibilidad de entrar a Harvard no parece una meta imposible) es el punto de partida real de la explosión de ansiedades que comienzan a habitar el cuerpo y la mente del “papá singular” (¿en qué habrán pensando los distribuidores locales a la hora de pergeñar semejante título?). El Brad de Stiller es alternativamente querible, irritable, entrañable e insoportable, acorralado como está por sus zonas erróneas, todo aquello que no puede sino considerar como los mayores fracasos de su vida (económicos, en su mayor parte) y un enorme deseo por ver el “éxito” reflejado en la descendencia. En el fondo, los conceptos de envidia y auto–conmiseración podrían pintarlo de cuerpo entero.

White esquiva las lecciones de vida y la tentación de la caída y la redención, concentrando en cambio su atención en la puesta en marcha de una pequeña epifanía que podría ser duradera o absolutamente pasajera. Ese es quizás el mayor signo de inteligencia de Brad’s Status: explotar la comicidad de los rasgos más extremos del protagonista sin olvidar su humanidad, poner el dedo en la llaga satírica y no esconder los matices menos adorables de Brad sin que ello implique juzgarlo o, mucho menos, condenarlo. En última instancia, nadie está exento de compartir algunos de los rasgos más ridículos de Brad, aunque cueste horrores confesarlos.