Un mundo misterioso

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

Extrañamiento y libertad

El cine suele funcionar como un formidable mecanismo normalizador de las experiencias sociales: su popularidad se afinca habitualmente en su gran capacidad para reflejar (o construir) modos de comportamiento que eventualmente pueden constituir modelos atractivos para sus espectadores. Pero el cine puede ser también, y aquí se encuentra su excepcionalidad, un ámbito de extrañamiento, un espacio donde el sentido común quede interdicto, puesto entre paréntesis, donde se abran otras alternativas a los dictados de un imaginario social y cultural dominante, y donde las certidumbres sean desafiadas por la reflexión. Claro que ese cine difícilmente se encuentre en las grandes carteleras comerciales, aunque por suerte los cordobeses contamos con un vigoroso circuito alternativo de proyección, en el que otras narrativas encuentran un lugar de exhibición y de legitimación social. El Cineclub Municipal Hugo del Carril es uno de ellos, y el jueves 20 de octubre estrenará una película argentina muy recomendable para pensar estos temas.

Hablo de Un mundo misterioso, nuevo largometraje del director Rodrigo Moreno (aquél de El Custodio y Mala época), que precisamente hace aquí de la extrañeza su núcleo esencial, al apostar a una narrativa absolutamente libre, capaz de descolocar al espectador más experimentado. Y es que las formas narrativas dictan la inteligibilidad de un filme, su capacidad para producir sentidos: Un mundo misterioso se convierte en un filme revulsivo precisamente porque desafía los formatos canonizados de su especie (aunque tenga antecedentes precisos: el argentino Martín Rejtman y el finlandés Aki Kaurismäki). El filme mismo comienza por la ruptura de una normalidad, ya que nuestro protagonista recibirá apenas se despierte cierta mañana una mala noticia: su novia Ana (Cecilia Rainero) le pedirá en pleno lecho un tiempo en soledad, para repensar una relación que siente rutinaria, aburrida, atrozmente previsible. Boris (Esteban Bigliardi, en consonancia perfecta con el espíritu del filme) reaccionará con natural estupor, aunque sus argumentos no podrán torcer la decisión de su pareja. A la tercera secuencia, Boris ya estará desempacando en un hotel de mala muerte del centro porteño, arrojado a una incertidumbre existencial que se convertirá en el núcleo central de la película, que hace del extrañamiento que vive su protagonista su misma fuerza motriz. Lejos de los típicos melodramas americanos, Boris iniciará entonces una expedición por nuevos mundos tan misteriosos como cotidianos, a veces ligeramente absurdos. Comprará un antiguo Renault 6 en versión rumana, con el que atravesará una imponente tormenta eléctrica (en una escena excepcional, de naturaleza surrealista, donde se corrobora la gran capacidad del director de fotografía, Gustavo Biazzi), visitará librerías donde encontrará algún viejo amigo, se sumará a una fiesta con extraños, tendrá algún romance fugaz, irá a bares o al casino, perseguirá incluso a alguna mujer por la calle y viajará a Colonia. Todo, con la misma apatía y sin un rumbo claro ni una razón específica, pues Boris se encuentra literalmente arrojado al vacío, a un espacio donde ha perdido las coordenadas que ordenaban su existencia y donde la libertad es regla.

Formalmente impecable, compuesta en su mayor tramo por planos medios fijos (casi siempre a la misma distancia de los personajes), el misterio del filme se construye a partir de decisiones rigurosas de puesta en escena: Moreno intensifica al máximo el naturalismo de su película pero trasgrede todos los formatos narrativos, ejerciendo una libertad inusual. Las escenas de transición brillan por su ausencia (o más bien toda la película puede ser entendida como una gran transición, un tanto alucinada y excéntrica), los tiempos de algunas escenas se extienden más de lo común, la linealidad narrativa es puesta entre paréntesis pues el filme se construye por episodios (que pueden pasar del drama a la comedia, del realismo a la fantasía), y mantiene en todo su tramo el mismo tono dramático casi sin variaciones, pese a lo cual la sorpresa acecha en cada escena, además de un sentido del humor fino cargado de lucidez (que revela lo absurdo de nuestra existencia), cualidades que lo emparentan directamente a Kaurismäki y Rejtman (aunque las actuaciones son ligeramente menos abúlicas que las de estos referentes). Ciertos planos y ciertas secuencias (sobre todo uno que transcurre en un colectivo, síntesis perfecta del filme) exhiben además un virtuosismo notable, y confirman que Moreno apuesta a una experiencia sensorial de la película. Estas decisiones formales sirven al fin para transmitir el estado de su protagonista, un ser arrojado a la intemperie, donde sin embargo podrá redescubrir el mundo y sus misterios.