Un mundo misterioso

Crítica de Javier Mattio - La Voz del Interior

Nostalgia del movimiento

El “tiempo” que Ana le exige a Boris para abrir un paréntesis en su pareja, lejos de mantener su sentido coloquial lánguido y escapista, adopta la forma de un horizonte de peripecias abstractas por las cuales Boris transitará como si accediera de repente a un mundo nuevo, extrañado (“misterioso”); un verdadero tiempo existencial-cinematográfico en el que casi todo sucede con la misma intensidad: desayunos en soledad, cambio sonámbulo de ringtones , besos furtivos con una amante ocasional, travesías en auto a través de noches tormentosas.

Pero lo que en un principio suena a otra innecesaria apología de la banalidad (a la que el mismo filme parodia, cuando uno de sus personajes sentencia “Está bueno que no pase nada, ¿Por qué tiene que pasar algo?”), es en realidad un agudo fluir, un laconismo mágico que de a ratos exhibe su auténtico propósito: imponer el simulacro, la impostura, como cuando Boris se queja frente a Ana de que están “actuando” la separación, o cuando se alude al refrán “El hábito hace al monje”: allí el filme expone su recóndita subversión, su diabólica artificiosidad.

Entonces, el naturalismo del filme engaña: esta no es una historia “mínima”, un ?pequeño drama lineal estirado hasta el extremo: es más un ?girar, un eterno retorno de ?sutil nostalgia como el disco de Gardel que suena (y gira) en el plano final, y de allí esos paseos en colectivo y ese R6 azul y esas tabernas en extinción y ese apagado pero cálido hotel de dos estrellas donde se aloja Boris; para Moreno parece no haber libertad sin pasado, devenir sin anacronismo.

Y por eso el motor continuo de Un mundo misterioso es la perplejidad, la sorpresa (lo opuesto a lo “banal”), patente en episodios casi surrealistas como ése en el que Boris contempla un árbol al costado de la ruta que parece una versión vegetal de la silueta de su rostro, o la escena del cuerpo muerto de Ana tras un sui­cidio que no sucede pero se percibe igual de real que el paisaje circundante: un rumor de alarmas, luces titilantes y abúlicos televisores que, para el que tiene un “tiempo” de por medio, puede resultar tan misterioso como fascinante.