Un mundo conectado

Crítica de Martín Chiavarino - A Sala Llena

Matemática ontológica.

La filosofía y la matemática fueron separadas por la división académica de disciplinas en los ámbitos universitarios y científicos. Tras su separación, ambas se convirtieron en dos electrones fuera de control. La filosofía perdió su sustrato y la matemática olvidó la cuestión del ser y se convirtió en una herramienta vacua de la razón instrumental.

Un Mundo Conectado (The Zero Theorem, 2013), la última película de Terry Gilliam tras su largo peregrinaje por la inconclusa quimera de Don Quijote, es una distopía capitalista con ecos estéticos de dos de sus films de ciencia ficción: Doce Monos (1995) y Brazil (1985). Apoyado en el guión de Pat Rushin, un profesor universitario de escritura creativa, Gilliam crea nuevamente una extraña y opresiva historia sobre la búsqueda del sentido de la vida.

En esta historia de exploración ontológica de los teoremas matemáticos de la física cuántica, un solitario trabajador informático del futuro que se dedica a resolver ecuaciones, es encargado para resolver el “teorema cero”, una ecuación indemostrable e imposible que implica que cero es igual a cien. Como una metáfora nihilista, Qohen Leth (Christoph Waltz) busca la solución de este problema paradojal que implica que el orden es igual al caos y que el todo es igual a la nada. Como un monje de clausura eclesiástico, vive encerrado en una antiguo monasterio derruido al borde del colapso, donde experimenta su intrascendencia y pregona que todos nos estamos muriendo y que la única salida a todo este vacío y a la soledad es la llegada de una llamada procedente del más allá.

El mundo en que Qohen vive es una sociedad que se evade de la insatisfacción con un exceso de estímulos que exalta la seguridad de la falta de contacto físico y busca sofocar los efectos de la intensidad de la interacción humana, mientras la decadencia de la muerte de los sentimientos golpea a través de la propaganda comercial ofreciendo sucedáneos que otorgan un anclaje de sentido al sinsentido del caos encapsulado que espera para explotar.

El teorema cero es un réquiem a la decadencia, un homenaje a la descomposición del afán de lucro, que, parafraseando a Phillipe Sollers, no termina de morir e irrealizar la muerte en su intento de ordenar el caos, estableciendo en el inconsciente colectivo un miedo atroz a la alegría y a la toma de conciencia del vacío en que los personajes habitan.

Con detalles metonímicos de una belleza y una agudeza abrumadoras, como los ratones viviendo de las sobras de los humanos de la misma manera que los trabajadores sobreviven de la caridad empresarial capitalista, y la incomodidad visceral de Qohen en la fiesta de su supervisor, The Zero Theorem nos deposita en medio del agujero negro de este universo en expansión para atraparnos en la gravedad de su densidad conceptual. Esta crítica mordaz a nuestra sociedad, que coquetea de forma obscena con el hedonismo para sumirse en la propaganda pornografía de la putrefacción planificada, marca el regreso de Gilliam a la exposición de la negación de la imaginación y la fantasía que pretende reducirnos a meros peones de un juego de control perverso. Bienvenido nuevamente a nuestros corazones…