Un maldito policía en Nueva Orleans

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

El extraño mundo de Herzog

Nuestra ciudad tiene reservada una excelente sorpresa para sus anhelantes cinéfilos: por unos días, se convertirá en una metrópolis netamente herzogniana. Así, a una retrospectiva imperdible sobre la obra del gran director alemán, que comienza el miércoles 30 en el Cineclub Municipal, más otro ciclo análogo que viene dictando Flavio Borghi los lunes en el Auditorio Diego Torres de la UCC, el fin de semana se le sumó el estreno en las salas comerciales de la última película de este verdadero animal cinematográfico que es Werner Herzog, un director fuera de toda norma, testimonio vivo de una escuela, de un ethos cinematográfico hoy casi olvidado, y por eso mismo tan imprescindible.

Se trata de Un maldito policía en Nueva Orleans, extraña y por cierto lúcida remake de un clásico del cine Indie de los ´90 (Un maldito policía, de Abel Ferrara), aunque es mejor dejar aquí comparaciones: el cine de Herzog es enteramente personal (él mismo declaró que nunca vio el filme original), y siempre tiene sus propias cosas que decir sobre el mundo. La idea de la remake no es más que una excusa para desplegar sus propias obsesiones, sus propias lecturas sobre el cine y el estado de cosas en Norteamérica: Un maldito… es también un regreso de su cine a los Estados Unidos (donde Herzog vive hace ya más de 10 años), que se complementa con My Son, My Son, What Have Ye Done, su última película aún no conocida en nuestras pampas.

El primer detalle a resaltar es entonces el escenario del filme: la Nueva Orleans post huracán Katrina, un territorio apocalíptico, caótico y desalmado, que de a poco Herzog se encargará de demostrar que puede trasladarse a otras dimensiones de la sociedad que retrata. Su protagonista es el policía Terence McDonagh (Nicolas Cage), un buscavidas que al inicio sufrirá un accidente que le dejará una grave lesión en la espalda, amén de un ascenso a teniente. El filme se trasladará seis meses después, para mostrar a un

McDonagh maltrecho pero en actividad, aunque dependiendo de ciertos fármacos para calmar el dolor, y consumiendo cada vez más drogas duras como complemento. El jefe de policía decide darle un caso trascendental, el asesinato de una familia senegalesa aparentemente por un problema de tráfico, y McDonagh verá allí una oportunidad, aunque uno no sabe bien para qué. Ocurre que nuestro protagonista es además un jugador empedernido, un adicto que roba las drogas secuestradas para satisfacer sus ansias, y un hombre cuyo código moral es por lo menos ambiguo: no duda en torturar a una anciana para obtener información, como tampoco en extorsionar a una joven pareja para satisfacer sus instintos sexuales. Como su doble de Ferrara, el policía de Herzog es un animal desatado por las drogas, aunque a diferencia de aquél no tiene ningún atisbo de culpa, como tampoco ningún código moral. Sí parece enfilar hacia el mismo abismo, ya que por sus propios abusos caerá en un círculo vicioso que lo llevará a corromperse cada vez más para saldar sus deudas, aunque ya en el pasado fue premiado por sus delitos…

Un policía puede entenderse como un estudio sobre el poder y sus consecuencias en una sociedad dominada por el individualismo a ultranza, por una concepción darwinista del mundo que idealiza la competencia y desdeña la solidaridad. Pero el filme va mucho más allá: es, también, una crítica inclemente de cierto imaginario cultural construido por cientos de policiales similares (equiparables sólo en los papeles, claro), y por eso es dueño de un humor extraño, sutil, apenas adivinable en ciertas secuencias (un final al estilo Hollywood, que no tarda en darse vuelta) o ciertas características (como la sobreactuación desbordante de sus protagonistas). Un maldito policía es, así, un filme de múltiples caras, una película desprejuiciada que no vacila en contagiarse de la esquizofrenia de su protagonista (con tramos alucinados en donde es capaz de adoptar la mirada de un cocodrilo o de unas iguanas), y que tampoco busca condenar a nadie, sino más bien alertar sobre cierto estado de cosas, cierta alienación estructural a la que se conduce el mundo. Herzog, el cineasta de lo extraño por naturaleza, nos dice aquí que quizás lo más absurdo seamos nosotros mismos.

Por Martín Iparraguirre