Un lugar para el amor

Crítica de Jorge Luis Fernández - Revista Veintitrés

Romance de poco espacio

Greg Kinnear suele ser garantía. El galán a contrapelo de Little Miss Sunshine, a cuestas con su repertorio de muecas, como un Hugh Grant norteamericano, pone el hombro y saca a flote la comedia más pasatista. Pero como ocurre con los cracks de fútbol, solo no puede hacer nada. En Un lugar para el amor Kinnear es William Borgens, escritor divorciado que vive en una posada casi idílica a orillas del mar; “casi”, porque sus hijos, Rusty y Samantha, son adolescentes sin rumbo cuyo único sueño es emularlo y porque no puede olvidar a su ex, Erica (Jennifer Connelly), que se acuesta con el dueño de un gimnasio. Los Borgens son una familia de escritores y el debutante Josh Boone pone en sus labios pasajes de Raymond Carver, o intercambios de seducción intelectual (“¿Cuál es tu canción favorita?”; “¿y tus cinco autores preferidos?”). En otro contexto, esos diálogos fatuos podrían tomarse como una parodia, pero Boone da seriedad a los personajes; los usa para dar estatus a una trama convencional y llena de lugares comunes. Esa cuota kitsch de Un lugar para el amor puede engañar de a ratos, pero antes de la primera hora se caen todas las máscaras.