Un loco viaje al pasado

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

No se sabe a ciencia cierta qué tienen los años ochenta de bueno más allá de algunas músicas (no justamente las más reconocibles a priori como parte de la década). El caso es que el cine americano (aunque no solo él) parece volver a ese período con sospechosa insistencia. Como prácticamente en ese cine no hay registro de películas ambientadas en los ochenta con adultos como protagonistas, la época parece remitir con exclusividad a un territorio de ilusión: el domicilio ideal de la inocencia y la credulidad pero también de un supuesto espíritu salvaje cuyos ardores se añoran en la adultez. En Adventureland, un verano memorable, acaso la película sobre esos años construida con mayor sofisticación y lucidez, se tenía la deferencia de ahorrarle al espectador el pasatiempo dudosamente risible de situarse en una altura olímpica desde la que relevar con más comodidad las taras de la época. Pero, al mismo tiempo, se evitaba cualquier gazmoñería sentimental que la señalara como una verdadera “edad de oro” en la que la ineptitud y las bajezas se hacen perdonar en nombre de una improbable vitalidad primigenia.

Loco viaje al pasado (pocas veces un título sonó tan torpe y sin embargo fue tan preciso en su descripción de la película a la que alude) se erige como muestrario de las posiciones más frecuentes del cine mainstream con respecto a los ochenta. No importa explicar acá de qué modo tres adultos más bien desgraciados de esta década del 2010 que nos toca vuelven sin solicitarlo mediante un viaje en el tiempo a aquella otra en la que fueron jóvenes. Basta decir que la estratagema que presenta el guión se presta bien a la hora obtener una doble mirada capaz de conciliar superioridad y sensiblería, cancherismo y condescendencia respecto del período retratado. La película se solaza en esos males, deslizándose con indisimulada fruición sobre el infortunio de los personajes y sus toscas desventuras en ese tiempo flotante que resulta utópico no por deseable sino por insostenible. Sobre un previsible fondo de anacronismos, dispuestos con más voluntad que gracia, los tres hombres tratan de orientarse en ese mundo que es el suyo pero a la vez ha dejado de serlo hace rato. En tanto, el chico que los acompaña en el obligado viaje, el apocado y tímido sobrino de uno de ellos (la película se guarda para los tramos finales una sorpresa irrelevante con respecto a la filiación del personaje), sirve para establecer la comparación entre cómo se la gastaban estos locos muchachos de entonces y este deslucido presente del cual él vendría a ser un involuntario representante. Los protagonistas solo quieren regresar lo antes posible al futuro, por mal que la estuvieran pasando allí, y para ello se ven impelidos a seguir con docilidad la senda de todos y cada uno de los actos realizados en aquellos días bajo el peligro de que la menor alteración los condene a un destino diferente al alcanzado.

Sin embargo, en contravención con su propio sistema, la moral utilitaria de la película (en la que conviven la misoginia más trasnochada y la amistad viril como bien supremo) no se priva de ofrecer una oportuna trampa ejercida en el espacio-tiempo con la que los amigos ven cambiado su futuro de desdichas por uno distinto, en el que el éxito económico y la prosperidad que les habían sido negados hasta entonces se establecen como las cifras a partir de las cuales se consigue la felicidad y se consolida el afecto entre las personas. ¿Triunfan la intrepidez y el espíritu de aventura en un mundo cuyas posibilidades parecen cruelmente selladas de antemano? No tanto. Más bien se impone una cierta idea del mundo y de los Estados Unidos. Como en las comedias malas de los ochentas con las que Loco viaje al pasado se solidariza, el humor no establece distancias críticas sino que, en alianza estrecha con el sentimentalismo, resulta el eslabón necesario con el que todo conflicto se suaviza hasta ocultar sus causas. Para colmo de males, ninguna poética de cuerpos enloquecidos como la puesta en práctica por algunos cómicos americanos de los años noventa viene en auxilio, aunque fuera transitorio, de este viaje al pasado cuyo regreso se corona en una larga mesa familiar. Loco viaje al pasado es lo que queda de la comedia cuando se le extirpa el misterio desestabilizante de la risa y se deja en su lugar la moral triunfante: puros gracejos avejentados bajo cuya mueca el protocolo del orden puede retomar imperturbable su curso.