Un fueguito. La historia de César Milstein

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Un día cualquiera en su ciudad natal de Bahía Blanca, el pequeño César Milstein accede a un libro y cree entender que el mundo es un lugar de características colosales pero con sus múltiples zonas asombrosamente interconectadas. Los seres mínimos cuyos desplazamientos se limitan aplicadamente al ras del piso no son ajenos al movimiento de las mareas, ni las misteriosas fuerzas celestes que se agitan más allá del alcance de la vista, ni las gotas de lluvia que azotan las copas de los árboles dejan de influir en el humor de los hombres y de los animales. Los entes más pequeños y lo más grandes confluyen en un escenario que les es común de un modo ineludible. Con desacostumbrada fluidez y encanto, Un fueguito: la historia de César Milstein ensaya un retrato del premio Nobel argentino a la vez que parece reclamar para el cine la capacidad para cartografiar lo complejo sin renunciar por ello a la máxima claridad expositiva.

En ese trazado termina de moldearse una zona particularmente luminosa y fértil de la película. Un fueguito: la historia de César Milstein asume como un todo la sutil descripción del hambre radical de aventura del protagonista, de ese niño deslumbrado hasta la fiebre por la inquietante posibilidad de extraer veneno del colmillo de una serpiente, junto a la del joven adulto que concluye –maravillado y fatalmente seducido al mismo tiempo –que el horizonte del conocimiento y de la ciencia está siempre corriéndose un poco más allá, que en verdad se trata de algo infinito y por lo tanto inabarcable. En sus propias palabras Milstein nos informa que cuando era un adolescente quiso armar un bolso y trabajar cerca de los barcos, a ver si en una de ésas podía hacerse a la mar. Tiempo más tarde, siendo ya estudiante de Ciencias Exactas, conoce a la chica que sería su esposa. En una charla casual ella le informa que no sabe cocinar pero que no tiene problema en ocuparse de los platos sucios. Milstein le contesta que él sí cocina, así que pueden casarse y repartirse las tareas. Ese microrrelato delicioso sirve para echar luz sobre la determinación del futuro premio Nobel, en constante estado de ánimo lúdico y lúcido, característica que la película no deja de hacer propia en el pulso ligero e inteligente de su procedimiento narrativo. Pero también parece expresar la predisposición de explorador que habita la cabeza de Milstein, de aquel que de forma perentoria quiere arrojarse al descubrimiento, a lo nuevo, de entregarse al dulce hechizo del cambio. Con su compañera viajan y ven lo que pueden del mundo, todo lo que el escaso dinero les permite. La pareja quiere mirar, saber, moverse todo lo que se pueda: Milstein es un caminador incansable y aun de viejo, con el corazón desfalleciente, no abandona sus paseos acompañado de amigos o parientes en los que cada pausa sirve de excusa para paladear mejor el gusto de la charla. Como en la secta griega de los peripatéticos, el pensamiento y el movimiento constituyen espontáneamente para el científico argentino un sistema ecológico.

Así, una parte no menor de la generosa postulación de la película consiste en homologar el plano de la aventura y el plano del conocimiento de un modo plástico, esencialmente cinematográfico, estableciendo un impensado vaivén entre ambos mediante el uso de escenas extraídas de viejas filmaciones en súper ocho en las que se puede ver a Milstein con ropa de montaña bajo una tormenta de nieve, o con patas de rana y snorkel zambulléndose al agua para escudriñar feliz vaya uno a saber qué mundo excepcional bajo la superficie (un chico grande con poco pelo y figura eternamente magra), y otras en donde se ve al mismo Milstein, en lo que parece una entrevista para la televisión, discurriendo con sencilla gracia ante su interlocutor acerca de los más intrincados vericuetos de su especialidad dentro de la biología molecular.

El protagonista, al igual que esta película cuya singularidad corre pareja con su aire de genuina, serena modestia, no se detiene en ningún momento en reproches ni en reconvenciones que vengan a agregar un espesor cómodamente dramático al cuento de su vida. No hay en verdad martirologio visible ni gesto lastimero alguno en la historia del científico prácticamente expulsado del país como consecuencia del desmantelamiento del Instituto Nacional de Microbiología tras el derrocamiento de Frondizi. La película de Ana Fraile, acorde a la templada intransigencia de su personaje, mantiene siempre el tono exacto de sobriedad y elegancia en el uso de las imágenes que ilustran momentos aciagos en la vida política de la Argentina. Es sabido que la historia reciente del país habilita a menudo a ceder a la tentación de diagramar su repetidos meandros con los ribetes de la tragedia. La directora se ha decidido en cambio por el aliento levemente melancólico que surge de la confrontación entre el entusiasmo del hombre retratado, trabajando incansablemente en Cambridge, Inglaterra (su país de adopción), caminando, charlando, y el recuerdo en el espectador de las palabras brutales del funcionario que antes de la forzada partida le aconseja a Milstein que mejor se marche, que el país no necesita ciencia. Una ideología atroz y un pronóstico tenebroso que el futuro inmediato no haría más que confirmar.