Un dios salvaje

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Una tarde en el infierno

En los comienzos del cine, algunos de los primeros experimentos de ficción consistieron en plantar la cámara delante del escenario teatral, reflejando en nuevo medio expresivo (aún mudo) lo que sucedía delante de las tablas. De todos modos, el cine comenzó a desarrollar su propio lenguaje, y el teatro (como la pintura ante la aparición de la fotografía) comenzó su reacción, que ha signado buena parte de su devenir en los últimos cien años.

Si una línea de trabajo ha sido la de la “experiencia total del espectador” (lo que quiera que signifique esto según cada creador: de La Fura dels Baus a Ariane Mnouchkine, simplemente por revolear algunos nombres de vanguardia), el teatro “de texto” o más tradicional desarrolló entre sus búsquedas otra línea consistente en puestas de pocos personajes encerrados en un ambiente en tiempo real, a partir de una situación límite que hace saltar todas las convenciones. Jordi Galcerán con “El Método Grönholm” y Yasmina Reza con “Un dios salvaje” (“Le dieu du carnage”, “El Dios de la matanza”, en el original) tal vez sean los que mejor explotaron esta veta (y con mayor éxito de taquilla) en los últimos tiempos.

Por su parte, el cine nunca dejó de abrevar en la dramaturgia, aprovechando su posibilidad de explotar mejor las elipsis y los cambios de lugar, y muchas veces cambiando radicalmente el planteo al introducir a los sujetos ausentes del relato escénico (Jimmy en la autoadaptación que John Patrick Shanley hizo de “La duda”; Cecilia en la reescritura que Roberto Cossa hizo para la versión de “Yepeto” dirigida por Eduardo Calcagno, por poner arbitrarios ejemplos).

De todos modos sigue siendo un desafío llevar el teatro al cine: está el riesgo de caer en el “teatro filmado” (también, lo que quiera que signifique esto según cada especialista). Con todo esto en la cabeza (alguien tan experimentado como él no lo podría hacer de otra manera), Roman Polanski se anima al desafío de juntarse con la propia Yasmina Reza para trabajar en la adaptación de un texto que trabaja con cuatro personajes encerrados (al límite de la claustrofobia) en tiempo real, en un contexto que derrumbe las paredes de la corrección y deje fluir a “la bestia humana”.

El ojo del creador

Al principio (y en relación a lo antedicho) Polanski se da el gusto de introducir, filmado a la distancia y sin oír lo que se dice, como escena de créditos iniciales, el disparador de lo que vendrá: dos niños discuten en el Bridge Park de Brooklyn, Nueva York; uno termina revoleando un palo y el otro tomándose la cara dolorido. De allí, el realizador nos traslada directamente al nudo de la acción.

En el departamento de Penelope y Michael Longstreet, los padres del agredido Ethan (que ha perdido dos dientes en el asunto) se celebra una reunión con Nancy y Alan, los padres de Zachary, el que empuñó el objeto contundente. Allí los vemos redactando una declaración, en la que se asumen las responsabilidades del caso, todo muy políticamente correcto.

Cuando parece que se van a ir los visitantes y ya están en el pallier (difícil de poner en el escenario de un teatro a la italiana, o más o menos), otro golpe de corrección los vuelve a introducir, para tomar un café y un postre. Claro, qué feo es conocerse así en esta circunstancia. Pero el teléfono del pretencioso abogado Alan empieza a interferir, como el del terrenal comerciante Michael, mientras sus esposas empiezan a reaccionar: a Nancy se le sale la leona por defender a su hijo, aunque sea el que blandió la vara; a Penelope también, pero todo adornado por un sentido de la moral que parece empalagar a los presentes.

Lo que seguirá es una explosión de confesiones que se vomitan (como otras cosas menos metafóricas), miserias que fluyen como whisky que las ablanda, todo articulado por un guión que articula las interferencias, los tiempos muertos, los picos de tensión, para sostener al espectador encima de estos cuatro personajes que se deshacen frente a ellos.

Polanski, a esta altura de su carrera, se permite no tener que dar explicaciones. Así, respeta la premisa fundante de la obra teatral: cuatro grandes actuaciones desarrollándose en un espacio limitado, o sea poco más (desde lo espacial) que en una puesta teatral.

Sin embargo, la mano está en los detalles: la cámara en mano, que juega desde planos generales que semejan lo que se ve en el escenario (a veces con el punto de vista algo bajo, quizás para dar la ilusión de la butaca) hasta los primeros planos que realzan los momentos estelares de cada personaje. La luz natural que inunda el departamento va mutando, conforme pasa la tarde. Los planos que refuerzan el encierro, y la presencia del pallier y el ascensor, representantes de la esperanza de fuga.

En carne viva

Todo esto no se podría hacer sin los cuatro actores, por supuesto. Quizás por ser anglosajones (lo que quiera que signifique esto, aunque uno de ellos sea alemán), o tal vez por el cambio de registro actoral, los intérpretes están un poco más contenidos que la puesta de referencia que tenemos los argentinos, dirigida por Daniel Veronese, que trabajó las actuaciones con un poco más de intensidad.

De todos modos, es un festival actoral, la indolencia de los hombres, la furibundia de las mujeres. Christoph Waltz pone en escena toda la soberbia de Alan, su sonrisa socarrona, su forma invasiva de apoyar el plato o el cuerpo arriba de los muebles, con el mismo desdén que trata sobre la vida de los demás. John C. Reilly encarna a Michael como un Homero Simpson algo más civilizado, si eso fuese posible: en realidad es más despreocupado y básico que perverso, pero en la práctica terminará en sintonía con Alan.

Por el lado de las esposas, Jodie Foster expone toda la complejidad de Penelope: su pulsión por “las costumbres occidentales”, especie de superyo de la civilización, que nos aleja del dolor de los pobres africanos que se masacran desde niños. Kate Winslet construye una Nancy algo estructurada y pretenciosa, que se va desatando en torno a revelaciones y explota de golpe (aquí el crescendo se trabaja con un salto).

“Penelope, creo en el dios de la matanza, el dios que no ha sido desafiado desde el comienzo de los tiempos”, dice Alan. Y esa frase resume todo: detrás de la moral occidental de las belles manières, está una esencia que nos une a los cavernícolas o a las masacres congoleñas. Sólo hacen falta un incidente trivial y una botella de escocés para que salga afuera.