Un dios salvaje

Crítica de Beatriz Molinari - La Voz del Interior

Civilización o diálogo

Un niño le pega a otro en un parque, a la salida de la escuela. La cámara capta la escena a media distancia, discretamente. El episodio deriva en la reunión de los padres en casa del agredido (Ethan). Cuatro actores de carácter, Roman Polanski en la dirección, y Jazmina Reza, la dramaturga y guionista francesa, componen un cuadro cotidiano trazado con los modales de la gente “civilizada”, dispuesta a dialogar sobre la educación de sus hijos.

Un dios salvaje transcurre en el departamento de Penélope (Jodie Foster) y Michael (John C. Reilly), con el espectador en medio del cruce de observaciones. Éstas, primero muy medidas y calculadas, pero luego francamente violentas, con esa violencia de la que sólo es capaz la gente educada. La inclusión del espectador es el acierto de Polanski, un maestro para el relato claustrofóbico.

El guión remite al clásico Quién le teme a Virginia Woolf?, de Edward Albee, sólo que hay un cambio de perspectiva en el registro de Reza para avanzar en la crítica a un modo de vida y, sobre todo, a la imagen que cierta gente tiene de sí misma.

El conflicto entre los niños pone al cuarteto de adultos en el ojo de la tormenta. Los actores se reparten los perfiles necesarios para instalar el conflicto en los cimientos mismos de la cuestión. En esta película de cámara, cada personaje luce sus aristas a medida que transcurre el encuentro forzado.

Penélope, nerviosa, obsesiva, preocupada por la violencia en África; Nancy (Kate Winslet), refinada, incómoda, es la que transmite con el cuerpo hasta dónde la asquea la situación. Un gran momento de la actriz en el living de los demandantes; Michael, el vendedor de electrodomésticos que parece aplicar un método sencillo a cualquier problema, es quien naturaliza determinadas reacciones de hombres y mujeres; y Alan (Christoph Waltz), el abogado de un laboratorio demandado por los efectos de un medicamento, el hombre del celular.

Los cuatro en una habitación protagonizan alianzas, ataques cruzados y acuerdos momentáneos, en torno a la culpabilidad de Zachary, el niño de 11 años, y las posibilidades del castigo.

La causa de la furia del chico va complicando las cosas mientras Polanski maneja con destreza ritmos, encuadres y tiempos aparentemente muertos.

La película se apoya en la fuerza de los diálogos con el estilo sutil de Reza (Art) para sacudir las buenas conciencias. La crónica diaria revela hasta qué punto la violencia forma parte de la sociedad, también globalizada con esa marca. “El honor requiere un contexto social”, lanza Penélope y hace pensar. Un dios salvaje funciona como crítica feroz al matrimonio pero, sobre todo, escarba en los hábitos civilizados, portadores de una intolerancia de la que nadie escapa.