Un dios salvaje

Crítica de Amadeo Lukas - Revista Veintitrés

La capacidad narrativa y visual del gran Roman Polanski se pone a prueba en esta última obra suya, algo inusual en su cinematografía. Porque Un dios salvaje, basada en una pieza teatral de la reconocida Yasmina Reza, no deja de ser una de esas películas que se suelen denominar despectivamente teatro filmado. Si bien el realizador de El pianista sale airoso del desafío, el resultado final no escapa a ese mote, a sabiendas que es difícil llevar adelante esa cinchada de formatos en forma acabada.
Relevamiento agudo y corrosivo de la clase media burguesa de las grandes ciudades, la autora de ART ubicó originalmente su texto en París y Polanski la trasladó a Nueva York para trabajar con actores mayormente estadounidenses (aunque irónicamente tuvo que filmar en Francia por conocidos impedimentos legales). El resultado es bueno, pero no hubiera estado nada mal que la hubiera rodado directamente en francés con actores de ese origen.
Sea como fuere, Un dios salvaje cuenta con un sólido cuarteto protagónico, que intercala detalles sutiles de interpretación que en teatro no hubieran sido factibles. Dos parejas de padres que tienen una reunión aparentemente cordial luego de una grave pelea entre sus hijos, cuatro personajes con características muy definidas que desarrollan diálogos intensos e irónicos y se vuelven despiadados y humillantes. Los cuatro caerán en comportamientos intempestivos que los llevarán al más absoluto ridículo, y en esto Polanski es inclemente. La catarsis será feroz y los emparentará en plena adultez con el enfrentamiento adolescente de sus hijos. Lejos de un final explícito, el film termina con dos últimas y sugerentes imágenes, en una traslación fílmica impecable pero que no será recordada entre lo más destacado del renombrado cineasta.