Un día lluvioso en Nueva York

Crítica de Maximiliano Curcio - Revista Cultural Siete Artes

Volvió Woody Allen a la ciudad que tanto ama. Este nativo neoyorquino, nacido un 1 de diciembre de 1935, supo transmitir al celuloide la esencia de Manhattan como nadie. Ni siquiera Spike Lee. Desde “Annie Hall” (1977) a “Un Día Lluvioso en New York”, el cine de este inagotable realizador destila un imperecedero amor por la ciudad que nunca duerme. Una mística sin igual que cobra vida en el celuloide, como una eterna carta de amor a la ciudad que lo vio triunfar. Woody lo sabe: los fantasmas existen en New York, y son encantadores.

Sin embargo, a esta película le precede un rosario de situaciones infructuosas, en absoluto alicientes. Su rodaje finalizó hace dos años, al tiempo que una serie de problemas legales, escándalos y acusaciones -que son de público conocimiento y sobre los que no vale la pena profundizar- hicieron poner en suspenso, no sólo el estreno de esta película, sino la continuidad de la carrera cinematográfica de unos de uno de los directores más importantes de la cinematografía mundial. Desde hace más de 40 años, atravesados por la brillantez de una prolífica trayectoria, Allen había mantenido la grata costumbre de estrenar, al menos, una película por año. Rodando rápido y a bajos costos, se permitía semejante gusto personal. A veces actuando, otras veces no, pero siempre en su rol de guionista y director de sus propias historias.

Este singular emblema del cine de autor, dueño de un estilo cinematográfico único e imitable, alabado por su legión de fans y cuyas obras poseen un plus atractivo desde sus clásicos títulos iniciales, vio su racha tristemente interrumpida cuando, ante el escándalo perpetrado por los tumultos judiciales citados, llevará a que Amazon rompiera el contrato vigente con el director para producir sus próximas cinco películas, de la cual la presente era la primera de ellas. A dicho alboroto se le sumó la reprobatoria que sufriera el propio cineasta por varios de los integrantes del elenco (el conflicto inundó los tabloides durante la pasada ceremonia de premios), con lo cual el proyecto quedó en una peligrosa nebulosa. Woody, lejos de dar el brazo a torcer, inició acciones legales y finalmente consiguió contar con la película y los derechos de ésta en su poder y conseguir fechas de estreno en algunos cines alrededor del mundo. Sin embargo, aún no se prevé su proyección en Estados Unidos.

A través de una historia de amor y desamor, de encuentros y desencuentros que vivencia una pareja de adolescentes a lo largo de un fin de semana en la bulliciosa New York, Woody Allen nos convida de su fino paladar cinematográfico. Puede que la historia de “Un día lluvioso en New York” no sea de lo más atractiva ni lo más original en la carrera del cineasta, pero no por ello dejará de fascinarnos. Entregándose a la aventura de los seductores mundos de ficción tramados por este eterno explorador del alma humana, el cinéfilo más nostálgico se verá cautivado por citas cinematográficas deliciosas. Allen nos inunda del mundo artístico que vibra en las calles neoyorkinas, haciéndonos visitar museos y galerías de arte como inmejorable escaparate en una tarde de lluvia, seduciéndonos con sus clásicas melodías que suenan exquisitas en los majestuosos pianos que engalanan bares nocturnos o decoran los salones de las residencias aristocráticas.

Como un artista que dibuja sobre un lienzo finas pinceladas, Allen nos hipnotiza trazando sobre nosotros un mapa imprescindible de la cosmopolita y vertiginosa ciudad de New York. Atiborrada de vehículos y transeúntes, ataviada por la magia de sus bares y hoteles, el autor nos convida de la impronta de sus calles y su gente, sin convertir a la propuesta en un city tour de lo más banal. En absoluto, la travesía se propone deliciosa. El creador de “Días de Radio” nos revela una urbe rebosante de cultura y habitada por personajes de lo más variopintos. Luego de su periplo europeo, a lo largo de la última década y conformando una saga qué lo hizo visitar las principales ciudades del viejo continente -como Barcelona, París, Londres y Roma-, el inclaudicable Woody retornó hace un par de años a su mejor forma fílmica rodando en suelo americano, y aquí pretende continuar dicha senda.

Inclusive sin la perspicacia y la sagacidad de obras mayores, este film de Woody Allen resulta un digno ejemplar dentro de su vasta filmografía. Una precisa pesquisa sobre la crisis existencial de dos jóvenes quienes, entre despertar sexual, anhelos de prosperidad profesional, citas literarias y reflexiones filosóficas, se abren a un mundo de incontengencias y desafíos; al tiempo que persiguen sus sueños y anhelan encontrar su vocación y rumbo personal. No obstante, no lograrán encontrarse el uno con el otro. Al menú pergeñado no le faltarán los típicos bocadillos judíos y algún que otro chiste de mal gusto (rozando la superficialidad de un humor negro que cuadraría mejor en un film de Adam Sandler), no obstante se trata de un film que ofrece cuotas de profundidad y un amplio espectro de análisis acerca de la imperfecta naturaleza humana.

Allí hace su aparición la punzante mirada del autor, satirizando los vicios y las apariencias sociales, con intención de desnudar disfuncionalidades familiares con su habitual sarcástica mirada. Aspecto que disimula ciertas falencias de la trama al a no otorgar el peso dramático específico a conflictivos vínculos humanos aledaños al protagónico compartido que plantea y que resuelve (por momentos) con llamativa simplicidad y liviandad. Sin embargo, la vertiente social más comprometida del autor, se deja ver a través de una serie de líneas puestas con inmejorable timing, deslizando síntomas de una debacle económica dictada por las laxas modas de nuestra era moderna, prefigurando el alma de un lugar cuya esencia ya no es lo que supo ser. ¿Todo tiempo pasado fue mejor?

Allen nos interpela y responde con más de una alegoría: estrellas del cine de antaño hacen su aparición gracias a la profundidad de campo: Cary Grant y compañía parecieran observar desde las alturas una fiesta de lo más absurda y frívola. La cinefilia podría ser el antídoto perfecto del director, cuando todo alrededor parece desvanecerse. Acaso un escondite inmejorable, en tiempos de naufragio intelectual.Allí estarán las citas al cine clásico, que el entendido en la materia disfrutara: Renoir, De Sica, Kurosawa. Cineastas que Woody Allen homenajea y admira; monumentos del propio Olimpo del que forma parte este diminuto neoyorkino. Inquieto, como de costumbre, las citas literarias, oportunas y reflexivas no eximen a la risa de la reflexión, mientras las clásicas melodías de jazz denotan el buen paladar musical que ‘la gran manzana’ respira.

Aquí, la película encuentra su momento de mayor resplandor, y el vuelo metafórico (paradójicamente) traza una analogía entre estos seres de corazones heridos, emociones palpitantes y almas apesadumbradas con la lluvia gris que tiñe las calles de una nostálgica New York, esa que recuerda con imperecedera magia a las instantáneas logradas por Allen en “Manhattan” (1979), “Historias de New York” (1989) y “Misterioso Asesinato en Manhattan” (1993). La sensibilidad del autor para trazar relaciones humanas resquebrajadas y abismales vacíos existenciales se muestra efectiva al examinar, con frescura y certera lógica, la prisa por madurar que experimenta su joven pareja protagonista.

En la figura del joven Timothee Chalamet (su talento ya no sorprende, lo vimos brillar en “Beautiful Boy” y “Llámame por tu nombre”) se resumen las neurosis, las obsesiones y las ansiedades que, alguna vez, un joven Woody Allen interpretara el mismo en pantalla. El joven llamado GatsbyWelles es el enésimo homenaje intertextual a su erudición literaria y la confirmación de que los films de Allen provocan nuestro conocimiento a cada tramo del metraje. Un inconfundible guiño que celebra al enorme Orson, cruzándolo con el aristocrático protagonista creado por Scott Fitzgerald. Se trata de un joven que reniega de su estatus social, que ama cada rincón de New York y que posee una avidez y una curiosidad artística que lo convierte en un ser sumamente sensible y estimulado intelectualmente.

A medida que el personaje de Chalamet busca encontrar el rumbo en su vida (¿afortunado en el juego, desafortunado en el amor?) vivirá un auténtico tour de forcé existencial: descubrirá su verdadera vocación, se reencontrará con viejos idilios y correrá el velo a las fantasías fraguadas sobre su compañera de estudio, cual cupido doliente. Dispuestos a una travesía por Manhattan que nunca llega a materializarse, otros planes se entrometen en esta precipitada jornada que viven los jóvenes en la febril metrópoli. Con carisma y una melancolía que puede palparse, el novel intérprete compone a un personaje que nos enternece por completo.

Su compañera de estudios se ve reflejada, con indudable magnetismo, gracias a una acertada Elle Fanning. Esta rubia superficial e impostada, atolondrada sexualmente, nada inocente y deslumbrada en demasía por las luminarias de las grandes estrellas del cine (más que por el encanto de la gran ciudad que la cobija) prefiere la pose, la apariencia y el golpe de suerte que le brinda la inesperada seducción de un galán de la gran pantalla a los planes románticos le propone su atribulada y ocasional pareja. Las pruebas (entre varios desencuentros y desafíos intelectuales no compartidos) dictaminan que no son, precisamente, dos a quererse.

Dentro de la exquisita galería de personajes que suele regalarnos Woody Allen,van desfilando, a lo largo del relato, una serie de figuras que se intercalan protagonismo, con mayor o menor suerte: la pretendiente de la adolescencia convertida en seductora mujer –bonita, ignorada y despechada, provee líneas de diálogo filosas-encarnada por el ícono del pop latino Selena Gómez; un obsesivo director en extremo perfeccionista, neurótico y ensimismado como el que interpreta Liev Schreiber; un levemente desdibujado Jude Law haciendo las veces de un talentoso guionista cinematográfico convertido en esposo engañado y un irresistible y engreído -en símiles dosis- galán latino prefigurando el estereotipo que cobra vida en la piel del mexicano Diego Luna.

Con más logros que desatinos, “Un día lluvioso en New York” nos regala la vigencia de un director qué sabe reinventarse con el paso de los años y continúa inspeccionando la, a menudo laberíntica, psiquis humana. En este caso, desentrañando anhelos típicos de juventud y posibilitando postergados encuentros amorosos como pasaporte a un amplio abanico de conductas sociales. Desnudando mezquinas competiciones de clase -anteponiendo férreos códigos referentes a la idiosincrasia citadina versus la parsimonia y la monotonía pueblerina-, nos provee una mirada sobre las miseras del mundillo cinematográfico, pesquisa similar que afrontara en su anterior y efectiva “Café Society” (2016).

Inclusive sin el brillo de otros tiempos, Allen posee una enorme habilidad para mostrarnos las mezquindades que abundan en la fábrica de sueños en celuloide, también el sensacionalismo de cierto sector de la prensa a la búsqueda de una ‘primicia’-como en “Scoop”, 2006-. No teme ridiculizar a directores estrellas colocados al borde del colapso nervioso, tampoco en endiosara galanes engreídos para luego ponerlos en aprietos. A fin de cuentas, el negocio ofrece sus cinco minutos de fama a costa de ceder la propia honestidad intelectual. Esa a la que el viejo Woody no ha renunciado, inquebrantable en poder, finalmente, estrenar su postergada ‘película maldita’.