Un cuento de verano

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Flâner.

Un cuento de verano es una excepción dentro del panorama del cine polaco contemporáneo, dominado desde la post guerra por películas que describen una realidad difícil con gente desesperada. Las influencias hay que buscarlas en el cine del checo Jiri Menzel (especialmente en Un verano caprichoso y Mi dulce pueblito), con quien comparte el gusto por un costumbrismo contenido y sutil, el humor lacónico y los personajes que desbordan humanismo. Algunos dirán que Jakimowski no posee una verdadera conciencia política o social, y tal vez sea cierto, pero este aspecto resulta poco relevante cuando nos encontramos ante una obra que apela a la poesía sin resultar pretenciosa ni superflua. Un cuento de verano propone su ritmo sin forzar la adhesión, la película es un elogio a la contemplación y al sosiego asumido. El ambiente bucólico se asocia a la claridad de la luz e irradia desde la pantalla un suave efecto que deriva en una sensación de libertad, de vagabundeo apacible dentro de una burbuja fuera de tiempo, relajada y lúdica.

Stefek es un pequeño de seis años educado por su madre y su hermana mayor que asume el papel simbólico de un padre ausente que el niño busca y cree reconocer en cada esquina. Parte de su rutina consiste en observar a un hombre que espera un tren sobre el andén de la estación y que despierta su curiosidad. Stefeck lo compara con una vieja foto de su padre, garabateada y perforada que guarda en su bolsillo, y se persuade de que es el hombre esperado. Como su hermana está demasiado absorbida por entrevistas laborales para concederle la menor importancia, Stefek intenta forzar el destino con pequeños trucos, en los que se halla la cándida delicadeza de la película. En el decorado primordial de la estación, lugar dónde todo es posible, Stefek lanza monedas a las vías como una apuesta al destino, utiliza sus soldaditos de plomo como amuletos para llevar felicidad y cruje los dedos para torcer la suerte. La película celebra la fe irreducible del niño, que con estos pequeños gestos inocentes pretende causar secuencias inesperadas que acerquen poco a poco al padre hacia el hogar familiar. Parte de su encanto reside en la falta de referencias temporales, la ausencia total de rasgos de modernidad que habilita al pequeño a pasar sus días de manera natural entre la estación, los paseos con su hermana o las traviesas escapadas de casa. Este aire atemporal hace que el espacio nos resulte familiar y podamos entregarnos a un ameno paseo, deleitarnos frente a un mordisco de sandía o detenernos a contemplar a unas muchachas bañándose en el río. El director registra las costumbres de un pueblo que vive en un estado de siesta permanente, sin prejuicios ni demagogia, y se instala, sin hacer mucho ruido, en la lista de jóvenes realizadores de Europa del Este a seguir.