Un crimen común

Crítica de Mario Betteo - Cine Argentino Hoy

“Un crimen común”. Crítica. Un grito.
Una película de Francisco Márquez que invita a la polémica y a la reflexión bajo la mirada psicoanalítica cinéfila de nuestro colaborador Mario Betteo.
Javier Erlij Hace 28 mins 0 2
Amplias avenidas se abren a partir de la proyección del film de Francisco Marquez “Un crimen común” (2020). La política, la económica y la analítica. Es una película simple, común en apariencia pero provocadora, porque deja (no sabemos si ex profeso o por descuido) hilos sin anudar, donde la trama parece que se deshace y allí retoma su andar. Es la línea que define a la protagonista fundamental de la película, Cecilia (Elisa Carricajo), que a raíz de un acontecimiento delictivo en los linderos de su vida, se desnudará el frágil sentido de su vida.

Es una joven docente de sociología de la Universidad, que vive con su hijo Juan (Ciro Colen Pardo), quien los acompaña Nebe (Mecha Martinez) , una empleada doméstica que va todos los días a su casa y que comparte la mesa con ella. Una noche, en plena tormenta, Cecilia escucha ruidos en la ventana de la sala, golpes, que la han despertado bruscamente y no sabiendo qué estaba pasando ni si había gente queriendo entrar, entrevé por la persiana semibajas que un joven golpea el vidrio y presa de pánico se esconde como detrás de la pantalla de un televisor para así no ser vista, hasta que unas sirenas a lo lejos hace huir al muchacho en cuestión. Ella sospecha quien puede haber sido. Ese incidente, ocasionará el florecimiento de toda la trama de un crimen. El joven en cuestión era Kevin (Eliot Otazo), hijo de Nebe (a quien Cecilia ya había visto en un par de ocasiones). Luego de un par de días sin aparecer, será encontrado muerto en el río cercano. La gendarmería, que ya lo venía persiguiendo, es denunciada como autora de ese crimen. De allí en más, las vidas de Cecilia y Nebe cambiarán sus rumbos anteriores y la historia encontrará a la larga un equívoco cauce final.

Marquez llegó a decir en una entrevista que: “creo que lo que atormenta a Cecilia, más allá de la posibilidad de la culpa es la pérdida de sentido. Sentido con mayúscula. Ella tiene un orden en el mundo, una construcción teórica, que de un momento para otro, gracias a un único hecho, es desarticulado, destruido por completo. El derrotero del personaje tiene que ver con esa pérdida de sentido y se manifiesta no sólo en sus acciones sino en los ambientes que habita, su casa y la universidad, que se empiezan a convertir en otra cosa. La casa es algo hostil, las aulas en algo irreconocible.” Me permito hacer otra lectura del film. No acompaño la idea que Cecilia llevaba una vida asentada, común, y que a raíz del crimen ella habría perdido el sentido que tenía su rutina de docente junto a la educación de su hijo. No es que a raíz del crimen, ella pierde un sentido, sino que es porque ella no ha encontrado un sentido, que el acto mortal que de alguna manera la incluye, la muestra tal como es.

Es notable el clima y la estampa que le imprime Carricajo a su Cecilia, en la medida que transita en muchos momentos del film: está como ausente, en otro espacio y tiempo, distraída, se le pasan las cosas, se le moja la ropa, llega tarde a sus citas, se pierde en su propio laberinto. A veces luce indolente, ida, dormida, perpleja, pensando en otra cosa que nunca advertimos de qué se trata, como si no entendiera cuál es el sujeto del asunto. Un poco incrédula, hay momentos en que se iguala a su hijo, quien también se olvida de los cuadernos o se lleva el vaso con leche a la kombi, andando un poco como sonámbulos y dormidos. La relación entre ellos puede incluso parecer más como de hermanos que como madre con su hijo. Se sabe que ella está separada del padre de Juan, quien únicamente aparece en la historia a través del teléfono o quedándose Juan en su casa alguna noche.

No queda claro cual es la época en que esto sucede; podría ser hoy, pero la ambientación es más bien de los años 90, cuando todavía no estaba invadida la vida cotidiana con los celulares, las computadoras y las pantallas por doquier. Por allí se ve una laptop, una TV, algún celular pero sobre todo un Scalectric que Cecilia le ha regalado a su hijo (una antigüedad diríamos), un juguete simple y sin gracia alguna, un óvalo cerrado donde se repite lo mismo vueltas y vueltas, una rueda sin fin. Juan es el “Tontino” para ella, un apodo materno que dice más de ella que de él. Por algo Juan va a pedirle que ya no lo llame más de esa manera. Otro ejemplo: avanzada la historia, despierta a su hijo diciéndole que él está teniendo una pesadilla (cuando más bien es ella quien vive de noche esas apariciones); o en una noche siguiente, lo invita a la cama a que duerma con ella y amanece mojado. Nada nuevo bajo el sol, pero el director incluyó estos detalles para acentuar un estado de las cosas en esa casa, detenida en un tiempo.

Kevin, es el familiar extraño que irrumpe del otro lado de la ventana, entre sombras y precipitaciones, que busca entrar para protegerse, no de la lluvia, sino de sus perseguidores. El crimen común, ¿ no es finalmente aquel que muestra , de manera oblicua, sesgada, la complicidad colectiva de los personajes presentes y ausentes de la gran escena del mundo? No hablamos ni de la culpa ni de la responsabilidad, sino de la participación por acción o por omisión. No hay crimen que no sea un acto social, colectivo, que revela incluso más de lo que oculta. Pero también el crimen produce algo nuevo, una forma social que se abre, se expande, se difunde y muestra una estructura que era invisible. En este caso, las partículas elementales de la tragedia estaban en el aire. El poder represivo de la justicia (la gendarmería en este caso y no la policía); las desconocidas iniciativas de Kevin y sus historias de impulsiones y delitos menores no sabidas por nosotros pero sí por su madre; el miedo y el sobresalto de Cecilia que vive entre sueños y distracciones al mismo tiempo que lleva adelante su trabajo docente como socióloga (un tanto naif, inverosímil, casi sin libros sobre la mesa ni en la biblioteca, como si fuese una alumna avanzada más y no alguien que está disputando con otros profesores un supuesto ascenso en la escala de nombramientos). Además está la presencia en forma de ausencia del padre de Juan y del padre de Kevin. Son siluetas que se presuponen, que están en la oscuridad y no sabemos cómo intervienen. Nada de terror, sino de una ominosa familiaridad.

La tensión narrativa del film alcanza su punto cúlmine cuando Cecilia necesita nuevamente hablar con Nebe, la madre. El personaje de Cecilia no sabe qué decir ni cómo decir lo que no puede ya silenciar; que de algún modo, miedo, su espanto entrevisto en la ventana, alteró el posible curso de la vida de Kevin. Habrá un “¡Andate!” proferido por Nebe, un personaje que encuentra una presencia de mando donde antes era el de una empleada. Se abogará el derecho de culpar y echar (como si fuese una revancha de clase) a quien antes era una aliada, un soporte para la economía de su casa precaria y muy concurrida. Nebe sabía sin saberlo plenamente, acerca de la persecución que Kevin era objeto y sujeto en la precariedad de una villa, en la que se convive en una abroquelada y cerrada existencia . Incluso para los propósitos del film, la gendarmería quedará encuadrada como una encarnación del mal, sin nombre, sin autor, en el anonimato que ofrecen las instituciones. La violencia es social y no individual.

Marquez se adentra en una historia pequeña y con claroscuros y dibuja, con la asistencia de Carricajo, una película nada común. Porque tal vez convenga decir que no hay crímenes comunes. Cada uno es particular, único, diferente y de alguna manera escandaloso si se quiere. El crimen es una manera extrema de hacer saber, de mostrar la cosa interior y exterior que nos habita, y además esas cuentas pendientes que la sociedad tiene con amplios sectores marginados. No está de más recordar que el caso de George Floyd en los EEUU, como tantos en otros territorios, son los que engarzan las pequeñas historias en la gran historia. En ese contexto puede que el grito final, un grito que nos recuerda aquel cuadro de Gustav Munch, sea donde Marquez entremezcla cierto goce que da el vértigo con lo inarticulado del grito, cuando vemos a una Cecilia que no sabe si reír o llorar, algo asombrada por la decisión de subirse sola a una montaña rusa mientras festeja el cumpleaños de su hijo Juan. Un intento por hacerse oír, y que solamente nosotros, los espectadores del film, alcanzamos a escuchar.