Un camino hacia mí

Crítica de Cecilia Martinez - Función Agotada

Un Camino Hacia Mi (The Way Way Back) es la feel good movie del año. Esas películas de las que salís de la sala ni desilusionado ni demasiado excitado, con la sensación de haber asistido a algo ideado con el solo propósito de hacernos sentir bien. ¿Qué quiero decir con esto? Historias sumamente optimistas, donde los buenos son muy buenos y triunfan por ello y los malos las pagan, donde la vida es un lugar justo. Si tenemos todos esos condimentos estamos frente a una feel good movie, en contraposición a historias que manejan una visión más compleja de las relaciones y de la vida, donde los personajes tienen matices, tienen historias y tienen pasado, y donde no sentimos que los guionistas solo pensaron en ellos en función de un período de tiempo que es el que deciden mostrarnos, estableciendo así todo tipo de encuentros fortuitos y relaciones mega casuales, introduciendo situaciones únicamente al servicio de la historia y reduciendo al mínimo las indecisiones, contradicciones y dualidades que todos tenemos.

Un_Camino_Hacia_Mi_EntradaEstamos ante un relato iniciático, una suerte de road trip en el que nuestro protagonista usará sus vacaciones para cambiar su vida, para probarse a sí mismo que puede (no sabemos bien con qué ni para qué, pero puede), para probarle a todos –y a su padrastro en particular– que no es “un 3 en la escala del 1 al 10”.

Y así arrancamos, con la escena que da nombre a la película, con Duncan en el baúl de una van familiar (esas en las que vas sentado atrás mirando en dirección opuesta al resto, de ahí el “way way back”), con cara de perro mojado, arrastrado por su madre bonachona (una Toni Collette inusual en este tipo de personaje) y el insoportable del novio (un Steve Carell también medio descolocado en su interpretación) que lo bullea y lo ataca por ninguna razón aparente. El prospecto de vacaciones en familia es, para Duncan, algo así como el mismísimo infierno en vida.

Pero todo, lógicamente, cambiará una vez que llegue a destino y descubra a un par de personas que serán las encargadas de cambiarle la vida y devolverle la autoestima que le fue pisoteada, ya sea por acción u omisión de sus más cercanos. Y el azar operará a su favor en todo momento, en particular en sus encuentros casuales con Owen (un Sam Rockwell que hace de sí mismo, con el nivel de desborde que lo caracteriza y esa canchereada típica que, por momentos, aburre un poco), el primero, al llegar al pueblo, al verlo en su auto convertible justamente por estar sentado en la parte de atrás del auto; luego en un restaurant, en el que Owen está de espaldas jugando al Pac-Man pero Duncan lo reconoce y se acerca a él, magnéticamente atraído. Y ahí se develan las palabras mágicas, las que hacen ruido y nos hacen desconfiar de las intenciones de nuestros directores. Duncan, chico estructurado si los hay, le dice a Owen que para ganar en el Pac-Man se requiere cierta fórmula o estructura, que todo se basa en probabilidades y cálculos, a lo que éste responde, “abandona las estructuras, busca tu propio sistema”. Ante semejante declaración de principios, Duncan queda inmediatamente seducido e hipnotizado por esta figura masculina que, además de reparar en él y prestarle atención, parece tener la posta.

El segundo encuentro se dará ya en el lugar central de la historia, el parque acuático Water Wizz (una suerte de Adventureland pero mucho menos interesante, no por el lugar per se sino porque el genio de Mottola hacía de ese parque de diversiones un mundo en sí mismo, un lugar donde sus personajes crecían, se vinculaban y aprendían sobre la vida y las relaciones humanas), también de manera forzadamente casual. Y así es como arranca el vínculo entre ambos.

Entonces, como es de esperarse, Duncan, con toda la mochila que lleva sobre sus hombros, que involucra padres separados, una madre cornuda y negadora, un “padrastro” abusivo y descalificador, una hermanastra que no le da pelota, una chica linda que le gusta y a la que no se le anima, y mirada y actitud de perro apaleado porque su vida es triste –y porque los directores deciden mostrárnoslo así a cada instante, para luego ponernos de testigos de su transformación externa e interna– encontrará en Owen y en Water Wizz el lugar y las personas que lo ayudarán en su búsqueda personal, en la reafirmación de sí mismo, en la construcción de la autoestima, en la vuelta a los valores que realmente importan.

Una feel good movie hecha y derecha, porque no podemos evitar sentirnos bien frente a la transformación que va sufriendo nuestro protagonista, porque empatizamos con él, nos encariñamos y sentimos, entonces, que merece esa justicia.

Y asistimos a esa transformación, pero todo tiene gusto a artificial, a poco genuino. Owen no tiene pasado; con 44 años, trabaja en un parque de agua, no sabemos bien por qué, ni si realmente le gusta, y mantiene una relación particular con Caitlin (Maya Rudolph), de quien no se nos devela demasiado. Entonces todo pareciera puesto al servicio de la historia. Los personajes no tienen autonomía sino que funcionan como accesorios de la trama central, como “ángeles” colocados en el camino de Duncan para ayudarlo a crecer y para dejarle grandes enseñanzas morales. El resto de los adultos, por el contrario, son todos una manga de inadaptados, o simplemente hicieron de su vida lo que pudieron, y son retratados como nocivos la mayor parte del tiempo. Fuman porro (¡oh, por todos los santos, qué horror!), hablan hasta por los codos, salen de joda, gritan, chupan, morfan, no lavan los platos, mienten, engañan. Por supuesto, todo desde la óptica de nuestro protagonista de 14 años, que parece condenar severamente cada uno de esos actos.

Así planteadas las cosas, entonces, se construye esta idea pueril de las relaciones, como también de los procesos madurativos de los personajes. Y el final, circular, con el mismo plano que el del inicio, da cuenta de ello, cuando su madre se pasa al asiento de atrás con él en señal inequívoca de reconocimiento, de apoyo, de camaradería implícita y de saberse juntos en esta nueva y renovada etapa de sus vidas.

De nuevo, no tengo nada en contra de las feel good movies, porque uno sale del cine sintiéndose, justamente, bien por lo que acaba de ver, por la redención del protagonista y la condena moral del antagonista. Pero no siempre me gusta sentir que todo fue tan fríamente calculado y diagramado para hacerme sentir bien. Dejen que me sienta bien, dejen que me guste, pero no me mastiquen la comida; por ahora, tengo dientes y puedo solita.