Un camino a casa

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

El tren de los acontecimientos

Uno de los géneros (más en el sentido orientativo que narrativo: las experiencias diversas lo hacen transversal) más fructíferos en la historia del cine es lo que alguien en algún momento dio en llamar biopic: es decir, la ficcionalización de sucesos reales de la vida de alguna persona. Por algo nuestros abuelos hablaban de “el biógrafo” para referirse que iban al cine. El biopic que tanto gusta a Hollywood tiene al menos cuatro vertientes: la que relata etapas de la existencia de próceres o figuras destacadas; la que se mete con momentos excepcionales de personas más o menos ordinarias (“Sully”, de Clint Eastwood, por ejemplo); la “revisionista”, que busca reconocer los méritos de personas incorrectamente ponderadas (“El código Enigma” o, en esta edición de los Oscar, “Talentos ocultos”); y la dedicada a las tribulaciones de personas con vidas fuera de la norma.
En este último casillero juega “Un camino a casa”, cuyo nombre original (“Lion”, león) será explicado recién al final. Y quizás la potencia argumental está en que la concatenación de sucesos en la vida de su protagonista es tan caótica que ningún guionista la hubiese armado así si tuviese que crearla de cero. El resultado es algo así como un viaje más terrenal y menos épico al mundo de “¿Quién quiere ser millonario?” (la cinta que puso a Dev Patel en el firmamento cinematográfico), cruzada con la combinación de búsqueda-pérdida-redención de “Philomena” (donde también tallaban los nuevos recursos tecnológicos para reconstruir devenires).
Desencuentro
La historia arranca directo en el pasado, en 1986, en Khandwa, una localidad del Estado de Madhya Pradesh, en el centro de la India. Esto es central: no debe haber otro lugar en el mundo donde se puedan acumular las circunstancias que arman el relato. Se nos introduce a un niño de cinco años llamado Saroo, silencioso pero despabilado, hermano menor de Guddu y Kallu (al que se lo nombra pero no se lo ve) y mayor que la pequeña Shekila, todos a cargo de una madre de recursos más bien escasos, lo que los ha llevado a todos a agenciarse algún extra; aventuras en las que el pequeño sigue siempre a Guddu.
Un día, Guddu decide tomarse un tren para buscar un trabajo, y Saroo le pide que lo lleve con él. Cansado por el viaje, Saroo espera a su hermano durmiendo en la estación. Al despertarse y no encontrarlo, el pequeño se mete en un tren estacionado, creyendo que podrían reunirse ahí. La cosa es que pasa lo contrario: el nuevo viaje termina en Calcuta (hoy se llama oficialmente Kolkata), en Bengala Oriental, una urbe que se come a los niños crudos, donde ni siquiera se habla el mismo idioma (Saroo hablaba a gatas el hindi, y en Calcuta se usa más el bengalí; un expediente judicial en India puede estar instruido en varias lenguas). Ése es el disparador del primer ciclo argumental de la cinta: la ordalía de un niño abandonado en un mundo amenazador.
El segundo arranca 20 años después, con Saroo viviendo en Tasmania como hijo adoptivo de un matrimonio australiano, y en una alineación de los astros: al tiempo en que empieza a sacudirse en su interior la curiosidad sobre aquel pasado (de la mano de amigos indios), descubre una nueva herramienta: el Google Earth, que da acceso a imágenes satelitales. Ahí comienza una aventura mental, tratando de recordar nombres mal interpretados (que en los ‘80 no habían significado nada para la policía) e imágenes que puedan ayudarle a reconstruir el viaje y por ende encontrar el camino a casa. En el medio, también la crisis moral en relación a sus padres adoptivos y su hermano de crianza (otro niño indio, con ciertos problemas).
Acción y emoción
El director australiano Garth Davis se animó aquí a su primer largometraje de ficción, con un resultado nada despreciable, al llevar con pulso firme el guión de Luke Davies, basado en la autobiografía del Saroo real. Una historia que, como dijimos, son dos películas en una, con dos épocas y dos países, pero también con dos actores protagónicos y dos registros: mientras que la saga del Saroo niño es física, material, centrada en la supervivencia ante la adversidad, la del adulto es interior, emocional, más centrada en las contradicciones internas que en la dificultad de encontrar la aguja en el pajar. En ese plan, Davis abre el plano para mostrar los paisajes, especialmente en la primera parte, mientras que en la segunda priman los planos cercanos a cámara en mano, para resaltar la potencia de los intérpretes. La fotografía de Greig Fraser es siempre verista, cálida, sin caer en los filtros naranjas que se usan para filmar escenarios tercermundistas.
Como condimento, la banda sonora escrita por Volker Bertelmann (Hauschka) y Dustin O'Halloran, dos músicos con formación contemporánea, matiza con elementos minimalistas y ambient, entre el piano y las cuerdas. Una propuesta que escapa al sonido Bollywood, que sólo aparece como referencia en la historia, y en la canción de yapa en los créditos: “Never Give Up”, de Sia Furler (cada vez más buscada por el cine, aquí se da que también ella es australiana).
Afuera y adentro
Como dijimos, Davis hace jugar a sus intérpretes en el marco visual, como quien planta soldaditos en una mesa de estrategia. Por supuesto, las estrellas por antonomasia son las dos encarnaciones de Saroo. Empezando por el pequeño Sunny Pawar, todo un hallazgo de casting (se impuso a 2.000 niños), con sus ojos grandes y expresivos y su rostro impávido ante las adversidades: su pequeña figura es el vehículo en el que se monta una odisea. Del otro lado, Dev Patel asume que esta vez no es él quien tiene que conmover o hacer reír (tiene experiencia en personajes pícaros o tarambanas, como en “Chappie” o las dos entregas de “El exótico hotel Marigold”) y acepta entrarle a un personaje espeso, volcado hacia adentro: una ardua tarea de mínimos gestos.
Del otro lado, Nicole Kidman (que vuelve a hacer de australiana pelirroja de rulos, como cuando arrancó con “Los bicivoladores”) tiene otra oportunidad de mostrar su arsenal interpretativo como Sue, la madre adoptiva: su clímax está en la escena donde le cuenta a Saroo su epifanía de niña, que determinó su accionar posterior. Su manera de contar lo que el muchacho no sabe (y no diremos), de evocar mirando para adentro, hacia los recuerdos, volviendo para relojear al interlocutor antes de volver a sumarse en esa forma de narración que por momentos es un monólogo interior en voz alta. Ya con eso justifica su elección.
Otra que suele acertar es Rooney Mara, que le pone el cuerpo a Lucy, la novia del joven, con sus problemas para lidiar con él cuando se pierde en sus conflictos. Mara, después del tour de force de “Carol” y de la energía desplegada como la segunda Lisbeth Salander, está holgadísima en el papel, aportándole espesor a un personaje que acompaña. Divian Ladwa hace lo propio como Mantosh, el hermano adoptivo, un personaje que no estaría en un guión original, es una de las complejidades del sustrato real: quizás su función actancial sea potenciar en Saroo el rol de “buen hijo” en contraposición. Ladwa logra mostrar el “raye” sin irse al exceso, y no es poco.
Del resto podríamos destacar a David Wenham, el Faramir de “El Señor de los Anillos”: su John Brierley es medido, austero, pateando los centros para que cabeceen Patel y Kidman. Priyanka Bose tiene sus momentos de intensidad como Kamla, la madre biológica, y el juvenil Abhishek Bharate pone presencia física a Guddu, el hermano desencontrado.
El resultado final funciona, evadiendo lugares comunes y moralizantes: la vida es eso que nos va pasando a pesar de nuestra voluntad, día tras día, pero también lo que nosotros le respondemos a los hechos.