Un buen día

Crítica de Javier Porta Fouz - HiperCrítico

Mal cine como deporte extremo

Hay películas malas por doquier: películas malas adocenadas; películas malas muertas, hechas burocráticamente; películas malas con altos ímpetus artísticos; películas malas irrelevantes; películas malas importantes como El origen, de las que ayudan a definir una época (las “malas películas clave” de las que hablaba Pauline Kael); películas malas que mejor dejar pasar... y películas malas extraordinarias, únicas, singulares. Un buen día pertenece a esta última categoría, y es todo un desafío.

“Mina” argentina conoce “tipo” argentino en Long Beach, California, Estados Unidos. Andan por ahí, caminan mucho, charlan mucho, finalmente se encaman. Hay más para contar sobre el argumento con obvios ecos de las Antes de... de Linklater, pero ¿quién puede prestarle atención al rumor del mar cuando te tiran petardos en el oído? Porque Un buen día no es de esas películas malas que transcurren sin sacudirnos. Demencialmente mala, Un buen día está llena de detalles, o más bien groseros componentes, imposibles de parodiar: difícilmente se pueda ir más lejos en ciertos aspectos. Lucila Solá, la protagonista, es, al menos en esta película, una actriz imposible. Bonita de forma convencionalmente aceptada, a pesar de ello carece de fotogenia. Es decir, la cámara no la embellece y su mirada no tiene los destellos, la fuerza, la vivacidad y la expresividad que el cine busca (o, tal vez, la dirección de la película no haya sabido encontrar esa mirada). Igualmente, un gran director en un muy buen día tal vez pueda encontrar la manera de filmar a esta chica, pero solamente un hechicero con grandes poderes quizás pueda lograr que diga bien sus parlamentos (el grito repetido de “loser”, o sea lúuuuser, es antológico). A la chica, por otro lado, no la ayudan los diálogos, que son definitivamente lujosos, ricos en innumerables taras; son diálogos de tanto exceso, de tanto derroche... Ahora, ¿en qué exceden?, ¿qué derrochan? Acá hay ciertamente inventiva, una inventiva pocas veces vista. El “tipo”, llamado Manuel (Aníbal Silveyra) intenta averiguar el nombre de la “mina”, diciéndole “¿Señorita...?”. Los puntos suspensivos y la entonación indican efectivamente que le está preguntando su nombre, a lo que ella responde, furibunda: “¿me estás preguntando si soy virgen?” (¡!).

Lucila Solá es la novia de Al Pacino, uno de esos datos que no me parecen relevantes a la hora de encarar una crítica, pero en Un buen día, tal vez como “guiño” al espectador conocedor de esa información, se menciona a Pacino y hasta se lo hace dentro de lo que en el intenso y alienígena universo de esta película puede considerarse un chiste. Lo que no se sabe bien si es un chiste es que la “mina” (su personaje se llama Fabiana) haga referencia unas cuantas veces a que tiene tetas muy chicas. La película es bastante alucinante en sentido literal (uno bien puede sentir que está alucinando al verla y escucharla, al entrar en el mood repetitivo de unos diálogos inanes sobre canciones infantiles, o sobre un concurso de disfraces, o sobre la parte más estúpida de “la argentinidad en el extranjero”) pero lo que se ve es que ella NO TIENE TETAS CHICAS (más bien son de la variante “grandes”, más aún si consideramos la delgadez de la chica), y además están realzadas por la ajustada remera azul que utiliza.

Un buen día es en algún sentido perverso una experiencia recomendable, un deporte extremo, una degustación de comida riesgosa (se estrenó en noviembre y por lo menos hasta hoy, 5 de enero, tenía sólo dos funciones en el Gaumont, INCAA Km 0). Pero si no van a ver la película para comprobar el tema mamario de la protagonista, simplemente busquen sus fotos por Internet. ¿Será todo un chiste? Es decir, ¿será una película hecha mal a propósito? No podemos saberlo, pero vemos al protagonista al final –con una camisa digna del Sandro de los setenta– descular el misterio de las varias vueltas de tuerca XXL frente a Andrea del Boca (que nació en el mundo real en 1965), que hace de madre de Fabiana (que nació en el mundo de la película en 1970). Pero meros detalles como estos son apenas un aderezos entre tantos “orgasmos del alma”, “hacer, hacer, hacer el amor”, músicas ominosas cuando está por irrumpir alguna revelación tenebrosa del pasado, planos con decenas de variantes para definir lo chapucero, parpadeos de estilo sub-sub-Suar, “olores del dolor”, un plano antológico de “pastillas para suicidarse”, un cuadro de Marilyn narigona, un protagonista que sale a correr con la camiseta de la AFA filmado como si esa actividad fuera una de sus costumbres diarias pero con un físico que indica que esa es la primera o a lo sumo segunda vez que sale a correr, y un larguísimo etcétera. Y si nos rebeláramos y reveláramos las revelaciones finales podríamos entrar en interrogantes muy reveladores, que combinarían las máximas atrocidades con las máximas ridiculeces. El trailer de esta película ya lo recomendé hace un tiempo aquí mismo; pero déjenme decirles que ese trailer (que hizo furor en Internet) es sobrio en comparación con la película completa. Si no me creen que a veces es una buena experiencia ver una película extraordinaria y demencialmente mala, quizás esta increíble crítica a favor, que califica a los diálogos de “muy buenos”, los convenza.

Éramos tres espectadores en la función del martes 4 de enero a las 14.40 en el Gaumont. Uno de ellos, una señora mayor, elegantemente vestida, al bajar las escaleras me miró con cara de desasosiego y desazón y me dijo “¿qué película rara rara, no?” Noté que no se animaba del todo a dar una opinión más definitiva. Le respondí, con aplomo, “más que rara, es una de las películas más malas de la historia”. Y enseguida la señora entró en confianza y se largó, empezando por las actuaciones “¿por qué son tan espantosas?”. Yo la miré con cara de “hay misterios insondables” y empecé a caminar.

Ah, me olvidaba, la película está dirigida por Nicolás del Boca. Pero en los créditos iniciales se lee “una película de Anabella Del Boca y Enrique Torres”, lo que da a entender que esta es una película de la productora ejecutiva y del guionista. Y al final, en un plano antológico de orgullo de guionista, en la tipografía tamaño un millón de una notebook, vemos que el nombre del protagonista (que se nos dice que “está escribiendo un guión para una película”) muta en Enrique Torres, que se adueña así de Un buen día. Y sí, está muy bien que el que escribió estos diálogos se haga cargo.