Un buen día

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Unas tetas enormes.

Algo raro: Nicolás Del Boca podría ganarles a todos. Consigue financiación como sea. Filma barato, en locaciones, usa no actores. Lo suyo es la urgencia de la vida, lo cotidiano que se vuelve poético a fuerza de mirar con insistencia: las pequeñas historias desbordadas por la dolorosa humanidad que constituye su alimento básico. El hombre es un campeón, un genio del mal. El peor director del mundo, si quisiera. Pero filma poco, el tipo. Al punto de que su nombre casi no suena. En verdad, toda su vida se la dedicó a la televisión, haciendo los éxitos de su hija Andrea, y éste es su debut cinematográfico. Para qué, si así estábamos bien. Filmada en Long Beach, California, Estados Unidos, Un buen día es una película de cámara pero realizada a cielo abierto: los protagonistas excluyentes son dos argentinos varados fuera de su país. El rebusque es la condición ineludible del argentino, dice la película, que no se ahorra lugar común sin recorrer. El varón y la mujer se conocen de casualidad, por ahí. Ella trabaja de mesera, pero su verdadera ocupación es la de abandonar carreras de modo sistemático. Además tiene una crisis terrible, un asunto disparatado que el guión se reserva para más adelante. Hay que esperar. Él pinta casas y está escribiendo una película. También, no tarda mucho en saberse que tiene una tragedia en su haber. Son dos a quererse, seres que deambulan por el Bulevar De Los Sueños Rotos: Un buen día es costumbrismo con detalles sórdidos. Para eso te quedabas en la tele. Desde el minuto uno la chica le pregunta al tipo si no la estará chamuyando para acostarse con ella. Más televisión, pero de una comedia con adolescentes, no como este par que ya está para ponerse en la fila de desocupados a ver si sale algo. El hombre le dice que no, que en realidad lo que quisiera hacer con ella es otra cosa, y ahí va esa delicia de frase que tan bien recuerdan los que vieron el trailer de la película, inmejorable compendio de la torpeza y de la cursilería de Un buen día, que son prácticamente infinitas.

Como si fuera un Antes del atardecer destrozado por una devaluación salvaje, los protagonistas hacen sus piruetas y dicen sus partes de diálogo en un símil de “tiempo real”, mientras se dejan ver porciones de playa bastante feúchas, y cada tanto se sientan a alguna mesita para tomarse una colación durante lo cual se oye (todo pero todo el tiempo, se oye, y fuerte) una música que acompaña. Lástima que los actores son muy malos y tienen la peor marcación disponible en nuestro querido planeta Tierra. Y que la película exhibe a cada paso errores de continuidad, de planificación, de guión. Hay uno muy divertido que no se sabe si es de guión o de casting: ella dice que nunca podría triunfar en el negocio del cine porque para eso hacen falta tetas grandes. ¡Y resulta que la actriz tiene unas tetas enormes! Loco, si eligieron a esa chica –porque no había otra, porque les pareció que estaba buena, whatever– cambien la línea, es lo mínimo. Pero no, se ve que es mucho pedir eso. Un buen día nos deja una lección, acaso sin querer, a lo Ed Wood: lo único que importa es la voluntad que le pongo, lo que yo creo de mí mismo, esa realidad que invento en mi cabeza y que no tengo por qué compartir. Un buen día atrasa muchísimos años, como ciento cincuenta años. Es una película que a su mala factura le suma, casi por necesidad, una moral arcaica para que le haga compañía. Las disertaciones de los personajes sobre el sexo, por ejemplo, podrían integrar una antología del prejuicio y del sentimentalismo. Se trata en verdad de un cine prehistórico, de antes de que se inventara el cine, una cosa casi imposible de describir con palabras. Si estamos con buena predisposición de ánimo, no nos queda otra que la risa –que igual siempre viene bien– a modo de efímera compensación.