Un amor imposible

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Una película casi imposible

La historia va así: tras el envío de tropas a Afganistán el gobierno inglés decide inventar un golpe de efecto para atenuar el malestar que provoca la intervención. Contactan a un sheik yemenita que tiene tierras en Gran Bretaña y se les ocurre intentar la cría de salmones en Yemen. Se trataría de un encuentro amistoso de Oriente y Occidente ante los ojos del mundo. Casi sin darle tiempo a que se dé cuenta dónde se metió, la coordinación de todo el asunto recae en un atolondrado empleado del algún área estatal que resulta ser, igual que el árabe de marras, un apasionado de la pesca. De paso se encuentra con una chica linda y se puede olvidar de su monstruosa mujer de toda la vida. O más o menos así. En realidad, Un amor imposible podría ser un amable canto al mundo de los negocios en el que resuena, mal aprendido, un fragmento de Adam Smith según el cual en el intercambio mercantil se verifica un reconocimiento recíproco de ese otro que es mi semejante. Esta voluntariosa premisa, sin embargo, se desvanece de inmediato a causa de la intrascendencia del personaje del sheik, reducido fervorosamente a mero figurante a cargo de un orientalismo al paso que la película ni siquiera acierta a tomarse en broma.

Es que no se ve claro que Un amor imposible aspire a ser reivindicada desde el disparate absoluto, como uno de esos divertimentos que hacen de la risa irresponsable su tasa de efectividad. Sus rutinas minúsculas de sátira política (siempre inofensiva), sus maniobras de melodrama mustio y su etiqueta de “chico que conoce chica” –desbordante de apatía y de enjundia ridícula por partes iguales: pocas veces un romance resultó menos creíble y, a la vez, fue llevado a cabo con tanto empeño–, todo eso parece más bien parte de cierta tendencia de escritura dramática del cine industrial actual, que entrega varias cosas en un mismo envase. Así como la película utiliza el recurso de la pantalla dividida, el guión dispara líneas argumentales que coexisten en un inesperado protocolo de pastiche no asumido: Un amor imposible desdeña enseguida cualquier atisbo de autoconciencia para ir en pos de una dramaturgia laboriosa que recorre el arco de varias películas posibles, a cual más ñoña y envarada.

Ewan McGregor aprieta las palabras con dedicación, acaso para extraer hasta la última gota de acento british que pueda, mientras ensaya algún que otro pasito de comedia tímida y le concede el tono de humor apolillado y simpático que la película exhibe en su primera media hora, siempre a despecho de la bella insipidez de Emily Blunt, que aparenta encontrarse en otra película. La historia de amor entre salmónidos que protagonizan los dos en ningún momento simula crecer ante los ojos del espectador, como sería deseable, sino que se ve reducida a una mera imposición de orden literario. Por otro lado, la tesis acerca de la naturaleza insensible de los funcionarios de la alta política queda pronto circunscripta a los manierismos faciales del personaje de Kristin Scott Thomas, ese derroche de gestualidad andrógina –símil Dama de Hierro– con el que la actriz construye su pequeño unipersonal dentro de la película, quizá para no aburrirse. En contraposición, y acorde con la tradición del cine inglés, el sheik que solo quiere salir de pesca sin que nadie lo moleste tiene toda la pinta de un chabón disfrazado que aprendió a tener siempre listas sentencias profundas para proferirlas en cada escena en la que aparece. De esa manera, un venerable sentimiento de imperialismo rancio recorre la película al exagerar los rasgos de una nobleza esencial que proviene de Oriente, convenientemente a salvo de molestas coyunturas de índole política. Parece una comedia pero no lo es del todo.