Un amor imposible

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

Algo más que romanticismo

Un romance de juventud que continúa durante décadas es el eje de una trama que, sin embargo, ofrece numerosos desvíos.

Quien siga atentamente la actualidad de la literatura francesa conocerá el nombre de Christine Angot, cuya novela Incesto causó un revuelo hace dos décadas. Su penúltimo libro, Un amor imposible, continuó en la veta semiautobiográfica que le dio a la autora fama y polémica. El texto fue transformado de inmediato en obra teatral, seguida por la versión cinematográfica de la experimentada realizadora Catherine Corsini (Tiempo de revelaciones, La repetición). Resulta interesante que tanto el título como la campaña publicitaria, al menos la local, refuercen la idea de un romance torcido por fuerzas que impiden su desarrollo. En el primer caso, una vez terminada la proyección (o la lectura del libro), es evidente que tanto Angot como Corsini han jugado con las palabras: no existe un solo amor imposible sino al menos dos, y los vectores más poderosos que empujan a los amantes a distanciarse no son externos, aunque la diferencia de clases sociales juegue un rol más o menos determinante. 

En cuanto a la apariencia general del afiche comercial, el concepto es claro: un amor de juventud que comienza a finales de los años 50 y continúa durante décadas. La trama, sin embargo, ofrece desvíos que se transforman finalmente en núcleo. Narrada en apariencia desde el punto de vista de Rachel, Un amor imposible describe el encuentro con Philippe, un parisino de familia adinerada, pintón, culto e inteligente, entrador y políglota. Rachel –que ya anda por los veinticinco años y, según las convenciones de la pequeña ciudad de Châteauroux, ha entrado en la categoría de solterona– queda inmediatamente prendida del joven, quien la inicia en la lectura de Nietzsche y la pone sobre aviso de su fuerte reticencia al casamiento. A la plenitud del enamoramiento y los placeres del amor físico (Corsini incorpora un par de escenas de sexo típicamente jugadas, como para que no queden dudas de su relevancia) le siguen la primera separación y un par de anticipos del verdadero rostro de Philippe.

Apoyada en la luminosa fotografía de Jeanne Lapoirie, la realizadora apuesta al clasicismo en ese primer y extenso tramo, coronado por una despedida en la estación de tren que remeda a otros adioses en la historia del cine, la cámara alejándose de la heroína al tiempo que la formación se aleja del andén. Algo similar puede decirse de la construcción de los personajes centrales. Philippe (Niels Schneider) comienza a dejar en claro, con sus modos y expresiones, que su existencia es un arma de doble filo para la protagonista, interpretada por la talentosa y versátil actriz belga Virginie Efira, en uno de los roles más complejos de su carrera (en breve será la Benedetta de Paul Verhoeven). El embarazo de Rachel y el nacimiento de una niña, Chantal, marcan una mutación en la relación crecientemente tóxica con el hombre de su vida, quien a partir de ese momento sólo reaparecerá de forma irregular.

Una voz en off diáfanamente literaria define quién es en realidad la narradora: la hija de Rachel, ya adulta. No encarna en spoiler la principal consecuencia del retorno de Philippe durante la adolescencia de Chantal: el abuso psicológico y físico continúa y se traslada de la madre a la hija. La relación entre ambas mujeres termina transformándose en el centro de atracción, aunque los conflictos subyacentes son resueltos en una coda sobre explicativa, último escalón de un film que atraviesa tantas etapas como la vida de un ser humano. Aunque, a diferencia de lo habitual, va perdiendo algo de sabiduría y agudeza. La versión cinematográfica de Un amor imposible termina encerrándose en un elegante academicismo, su peor enemigo.