Regreso con gloria

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El caballero de las palabras aguijón

La libertad de expresión, el vínculo entre arte y política, delaciones y listas negras. Dalton Trumbo aparece como síntesis y dilema. Una gran interpretación de Bryan Cranston. Los Oscar obtenidos, como premios al fantasma de un hombre cuyo nombre no podía ser dicho.

Casi como una ironía, dada la vida del propio Dalton Trumbo (1905-1976), el film que lo recrea esconde su título (y nombre: Trumbo) por el ridículo Regreso con gloria. Es más, la semántica que le acompaña no hace honor a lo que la película postula sino, antes bien, a cierto mecanismo narrador donde el héroe culmina por obtener esa gloria imperecedera, que en virtud de los mandatos del mercado se dice éxito. Lamentable.

Ahora bien, y con razón, puede acusarse a Trumbo, la película, de ser esquemática, de estructura lineal, pero lo cierto también es que no hay por qué pedirle al film de Jay Roach (Austin Powers, Locos por los votos) algo diferente, situado como está en una línea cercana a la que exhibiera Hitchcock: el maestro del suspenso, de Sacha Gervasi. En todo caso, son películas que podrán resultar, en muchos aspectos, didácticas, pero al mismo tiempo las moviliza una claridad que no está preocupada por ser emparentada con la artesanía de los personajes que recrean. Caer en tal comparación, desde el análisis, no tiene sentido.

Antes bien, lo que debe rastrearse en Regreso con gloria es la construcción que sobre su principal retratado exhibe, porque Dalton Trumbo, como toda persona, es él y su contexto, pero con un dilema que encierra una época a la vez que actualiza su conflicto, en donde la libertad de expresión es el horizonte. Lo didáctico, en todo caso, estará en la recreación del momento histórico -el Hollywood de la posguerra-, en las acciones del denominado Comité de Actividades Antiamericanas, con el senador republicano Joseph McCarthy como uno de sus adalides, en la demonización del comunismo y la confección de las denominadas "listas negras", en los interrogatorios y las delaciones, amén del funcionamiento que los estudios de cine significaban en tanto productores de mercancías, más la entraña problemática en donde el arte era también una posibilidad.

El nombre de Trumbo evoca todo esto, porque es uno de los referentes mejores y mayores, por su capacidad creadora, por su mirada crítica irrenunciable, por su provocación conciente. Trumbo responde, increpa, va a parar a la cárcel, cumple de modo socrático con la ley pero le devuelve a la misma industria la acusación, como un boomerang, al ser capaz de continuar trabajando, con alter egos diferentes, en películas de presupuesto exiguo, coherentes con esa tradición vasta y maestra que el denominado "cine B" le ha provisto a la historia cinematográfica.

No sólo esto, también aparecen los premios Oscar obtenidos, como premios al fantasma de un hombre cuyo nombre no podía ser dicho: tal como lo refieren La princesa que quería vivir y El niño y el toro, este último con seudónimo. Tal como lo recrea, con lucidez, esa película de culto que es El testaferro (1976), de Martin Ritt, realizador que fuera incluido en las listas negras junto con varios de los intérpretes. Allí, Woody Allen cumplía con el rol prometido en el título.

Por eso, una película que se acerque a esta problemática, que es a su vez reconocimiento a la tarea de alguien ejemplar, vale, y mucho. Hay algo de corrección política, es cierto, más aún cuando -dados los tiempos eleccionarios estadounidenses- la urgencia por resultar "demócrata" teje sus ejemplos: no faltará la adhesión a la causa negra, encarnada en la hija mayor de Trumbo, como continuación de la tarea paterna. Pero ello no desmerece la película, sino que la encauza en una misma declamación por la necesidad de los derechos civiles, y del recuerdo que sobre ellos se necesita. En este sentido, hay algo que es esencial por anterior a cualquier mandatario, norteamericano o de la nacionalidad que sea. Por otra parte, el partido demócrata no ha sido nada ajeno a la cacería de brujas de aquellos años. (Basta pensar otros ejemplos, localizados por acá nomás)

Es interesante también encontrar en la película, esos nombres que aparecen de modo rutilante, tal es el caso de los delatores: los actores Robert Taylor, Ronald Reagan, John Wayne, la periodista Hedda Hopper (Helen Mirren), tienen sus caracterizaciones de archivo o con intérpretes. Es curioso también pensar en cuáles son los otros nombres -muchos, al fin y al cabo- que no se ven o leen, tal como el de Walt Disney. Pero lo todavía mejor, es el detenimiento sobre esa zona a veces caracterizada como gris, en donde muchos de los acusados culminaron por delatar -para la garantía de su trabajo, como es el caso de los cineastas Elia Kazan y Edward Dmytryk- y que el film emblematiza en el actor Edward G. Robinson: "dependo de mi cara", se justifica; "vos podés usar seudónimo", le dice a Trumbo. El escritor, en un gesto que enaltece al film, está lejos de recriminar, sino que prefiere devolver al actor el dinero alguna vez prestado para la causa.

Lo que hasta ahora no se ha referido es la interpretación del actor principal: Bryan Cranston resulta medular, capaz de hacer olvidar ese gancho inevitable que un personaje televisivo acarrea -el Walter White de Breaking Bad-, para devolver vida a Trumbo, a sus ideas, a la permanencia de una mirada artística que debe ser crítica porque lo que la moviliza es una concepción de mundo. Su Trumbo está por momentos complacientemente tironeado entre su adhesión a la causa comunista y el mejor contrato posible para un guionista de la meca del cine. Sus gustos y caprichos -la bañera como escritorio, la boquilla, el lago artifical- lo vuelven un personaje ineludible, a la espera de ser increpado, capaz de echar a perder una fiesta porque lo que importa es la huelga, para lucir así una verborrea que no es mera acumulación de palabras ni desborde, sino ejercicio de quien sabe utilizarlas porque hay una mirada de mundo que la guía.

Sus guiones, justamente, están atravesado de esta cosmovisión, y es ésa, y no otra cosa, una de las razones por las cuales alguna vez Hollywood tuvo -gracias a artífices extraordinarios como Dalton Trumbo- uno de los mejores cines posibles.