Tras la pantalla

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

FUSIÓN DE ESENCIAS

Un rectángulo de tela bastante vaporoso cubre el frente del edificio. Si bien se trata de una medida de seguridad para evitar daños debido a la demolición, también podría pasar por una superficie para proyectar una película; sobre todo, si dicho sitio estaba ubicado sobre la calle Riobamba y pertenecía a la distribuidora Primer Plano de Pascual Condito.

El lazo entre espacio y sujeto es central puesto que ambos se fusionan hasta resignificarse uno en el otro, como los afiches gigantes colgados en las paredes o el tatuaje del brazo. Y en Tras la pantalla ese vínculo se potencia en la cotidianidad: los llamados telefónicos, las discusiones con algún compañero de trabajo, las entrevistas con directores, productores o periodistas, las charlas con los hijos, la exhibición de los objetos tanto de la oficina como del depósito; todos elementos puestos al servicio no sólo del retrato de Condito y de la relación con ese espacio, sino también del cine en sus nuevas formas de distribución, consumo o circulación y ligado, sobre todo, a las escasas posibilidades del cine nacional – tiempo en cartel, disponibilidad de salas, publicidad, entre otros – frente a las producciones internacionales.

A partir de la amalgama entre sujeto y espacio se puede pensar cierta en similitud entre la última película de Marcos Martínez y La sombra de Javier Olivera, estrenada recientemente.

En ambos filmes se plantea un claro nexo dominante y simbólico entre un individuo y el espacio ocupado en algún momento, que no sólo tiene que ver con las emociones o recuerdos producidos en ese sitio, sino también con la manera en la que es exhibido: por recortes, abarrotado de objetos y como referente de un momento particular en la historia del cine –el caso de Tras la pantalla – o en un recorrido guiado por las imágenes que inicia en el jardín y luego abarca el interior de la casa desde la plenitud hasta el deterioro (el caso de La sombra).

Esto mismo se articula con la necesidad de ambos (Condito y Olivera) de exaltar cierta majestuosidad de la construcción. El primero a través de su trabajo y de la posición ganada en el circuito de la industria cinematográfica; el segundo debido a la encarnación de la figura de su padre (el director y productor Héctor Olivera) con la propia casa de la niñez.

Pero también coinciden en el registro de la demolición de la oficina o la casa que potencia la pérdida con el recuerdo, una construcción externa con un reflejo interno así como los caminos previos que convergen en ese acto.

Llega un momento en el que la tela ya no puede confundirse con un soporte para la proyección. El último afiche es desprendido de la pared y ahora son los escombros, las vigas arrancadas o los ruidos del taladro quienes se adueñan de Primer Plano. Así como el primer filme visto por Condito fue un fragmento de un western, la última obra es la deconstrucción de su oficina. Las maneras de ver y apropiarse del cine mutan, los espacios para hacerlo también.

Por Brenda Caletti
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