Toy Story 3

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

1. Algo hay que reconocerle a Toy Story 3: que pudiendo haber optado por la tragedia más descarnada para contar el final de la trilogía, la película apuesta todo el tiempo al humor, como si se resistiera a caer en la tentación de la gravedad fácil. La serie, que arranca en el 95, siempre tuvo un aire fordiano en el sentido de que sus relatos trataban sobre comunidades que se veían amenazadas desde el exterior. En la segunda, la más oscura y melancólica de las tres películas, el gran enemigo podría decirse que era ni más ni menos que el capitalismo como forma de organización de la sociedad, mientras que en la tercera los juguetes circulan libremente y cambian de manos sin que haya dinero de por medio. Superado ese obstáculo monetario (que era el gran peligro de la segunda entrega), el grupo ahora se enfrenta a otro problema: Andy crece y ya no quiere (o no puede) seguir jugando. Y es que los juguetes están hechos para jugar, se realizan en el mundo cuando son, para decirlo de alguna manera, “jugados”: el no ser objeto de deseo de ningún otro chico equivale a decir que pierden su razón de existir. Esa idea, compuesta por dosis iguales de filosofía y sentido común, es la que atraviesa la película y signa el conflicto de los personajes: ir a parar al ático de Andy y salvarse de los peligros de afuera (pero al mismo tiempo ser olvidados y renunciar a realizarse) o salir y enfrentarse al mundo exterior, arriesgarse con otros chicos. Su viaje a la guardería local, donde siempre aceptan juguetes usados, tiene todos los accidentes y peripecias de un éxodo: los personajes, liderados por Woody y su fiel lugarteniente Buzz, deciden probar suerte en el nuevo territorio de la guardería, que por momentos toma la forma de una tierra prometida de la que les llegan, como ecos lejanos e inciertos, comentarios de asombro; un lugar donde los chicos juegan todo el día, todos los días, siempre.

2. El comienzo es uno de los momentos más recordables de toda la producción de Pixar: los personajes aparecen inmersos en una historia que se nota forzada, acomodada a las convenciones del cine y los relatos populares y en la que se narran aventuras inverosímiles con héroes y villanos. Ese relato imposible está suturado de manera grotesca pero maravillosa, como dejando ver todos los signos de una lógica extraña pero no por eso menos luminosa: se intuye que ese relato es uno surgido del universo del juego, no obstante la película se toma muy en serio lo que pasa, sin revelar hasta el final su carácter de fantasía. También la escena que le sigue tiene que ser de lo mejor que Pixar haya creado: Andy crece y la película lo muestra a él y a los juguetes, su relación de amor y la desconexión cada vez más evidente. Los planos de Andy jugando dejan ver el raro brillo, difícil de elucidar, que tienen los mejores trabajos de Pixar, cuando se habla de un mundo que se acaba pero que alguna vez fue un lugar feliz y pleno; la despedida de Sulley y Boo, la muerte de la señora en Up y de la madre en Buscando a Nemo, son otros momentos parecidos en intensidad y belleza.

3. Es una lástima que Toy Story 3 no pueda mantener el clima de fiesta sino apelando a recursos que de a ratos se revelan como fáciles y repetitivos, similares a los que caracterizan a los productos de Dreamworks. Mucha acción y velocidad, una cantidad enorme de chistes, referencias constantes al mundo actual, parodia simplona de recursos del cine, personajes que son objeto constante de burla (como Barbie y Ken, dos que bien podrían haber salido de alguna película de Dreamworks y que nada tienen que ver con el historial de los personajes pixarianos). De nuevo, es muy rescatable el intento de no caer, en esta última entrega de la serie, en la tristeza y la solemnidad que bien podrían haber sido el clima general de la película, pero la forma en que Toy Story 3 esquiva eso es problemática porque Lee Unkrich echa mano a una batería de recursos que le son ajenos tanto a la trilogía como a la producción de Pixar en su totalidad. El humor se vuelve liviano y chato, y un chiste como el de Buzz bailando flamenco y hablando en español se explota hasta el cansancio y sin demasiadas ideas: la propuesta es reírse de Buzz y su españolada repentina una y otra vez, hasta el final de la película.

4. Habría que desconfiar siempre de la solemnidad, pero todavía más cuando se la siente gratuita y encima se la ve en una película de Pixar que, hasta Wall-E, había logrado sortear con mucha elegancia la seriedad en su versión más aleccionadora. En el final de Toy Story 3 esa solemnidad pesada y acartonada aparece de nuevo: hay una escena que está contada pura y exclusivamente desde la grandilocuencia, apelando todo el tiempo de manera excesiva a las emociones del público, como si ese final ganara en peso sólo por su valor lacrimógeno y sensiblero y no por lo que se está contando (que ya de por sí era bastante emotivo). Ahí es donde la película se muestra más débil que nunca, cuando se la nota grave, esforzada, ya sin esa liviandad torpe pero en cierto sentido más noble que la había caracterizado hasta el momento.

5. Darle un cierre a la serie de Toy Story era difícil y también, quizás, hasta innecesario, pero lo terrible es que se lo haya hecho de manera efectista y cínica (ver el trabajo con la parodia alrededor de muchas historias que no lo pedían, como las de Lotso y Chukles). Siempre es cuestionable el fragmentar una película, dividirla en sus momentos buenos y malos, pero con muchas no queda otra opción: en Toy Story 3 no se puede obviar el principio con la escena del tren y las imágenes de Andy creciendo, pero tampoco el humor burdo, la burla fácil a los géneros, los chistes repetitivos, la acción constante y forzada o la gravedad del final.