Tournée

Crítica de Luciano Monteagudo - Página 12

Bellas criaturas de la noche

El actor y director, premiado en el Festival de Cannes, ofrece un film tierno y poético, una road movie tan divertida como melancólica y de una gran libertad formal, acorde con su libertad de espíritu, un poco a la manera del cine de los años ’70.

Algo no anda bien en la vida de Joachim Zand. El hombre es todavía joven y se lo ve entero, pero detrás de su bigote de bon vivant y de su sonrisa amable pero algo desquiciada siempre parece a punto de estallar en mil pedazos. Claro, no es fácil ser el manager de esa troupe de stripers veteranas que él trajo especialmente desde los Estados Unidos con la promesa de conocer París y a la que apenas le puede armar una gira por ciudades periféricas de Francia. A partir de este simple disparador argumental, el actor y director Mathieu Amalric ofrece en Tournée un film tierno, poético, una road movie tan divertida como melancólica y de una rara libertad formal, acorde con su libertad de espíritu, un poco a la manera del cine de los años ’70.

Bien conocido como el personalísimo protagonista de decenas de films franceses e internacionales, Amalric demuestra en su cuarto largometraje (de los cuales en Argentina sólo se conoció el estupendo Le Stade de Wimbledon, en el Festival de Mar del Plata 2001) que es también un cineasta brillante y talentoso, como lo entendió el jurado del Festival de Cannes de hace un par de años, que le entregó el premio al mejor director por esta excelente Tournée. Aquí Amalric está a ambos lados de la cámara, pero no parece haber disociación alguna: se diría que como el inasible Joachim Zand –ese ex productor de televisión en desgracia, devenido en manager de desnudistas– maneja esa ebullición de mujeres y situaciones insólitas desde adentro mismo del cuadro, no tanto ordenando el caos como navegándolo, sumergiéndose en él para darle una dirección de sentido.

Lo primero que impresiona de Tournée es la materialidad, la verdad esencial de sus personajes y ambientes. Las chicas de la troupe, con sus nombres rumbosos –Mimi de Meaux, Dirty Martini, Roky Roulette, Kitten on the Keys–, son auténticas integrantes de un grupo de “New Burlesque”, una tendencia que vino a revitalizar las viejas rutinas del music-hall, con números kitsch que no incluyen solamente desnudismo, sino también recursos del cabaret y del circo. Sus cuerpos distan mucho de ser perfectos –en sus excesos (de escotes, de maquillaje) son casi fellinianas–, pero tanto arriba como abajo del escenario transmiten libertad, energía y optimismo. Incluso de madrugada, cuando pueblan esos hoteles vacíos, asépticos, donde siempre suena la misma, triste música de ascensor y donde, para la hora en que llegan, jamás van a encontrar la cocina abierta y tienen que conformarse con una botella de champagne.

La lista de personajes, riquísima, no se limita a ellas: están los viejos colegas de Zand, que le dan no sólo la espalda sino también alguna trompada, y también, por supuesto, todas las criaturas de la noche que rondan a deshoras por los desangelados lobbies de los hoteles, desde auxiliares de vuelo hasta corredores de comercio con hambre de sexo. De todos, Amalric saca momentos únicos, como ese flirt tácito y sin consecuencias que Zand tiene con una empleada nocturna de una estación de servicio, o la propuesta, entre delirante y agresiva, que le hace una cajera de supermercado que quiere sumarse a la troupe y mostrarle ahí mismo sus virtudes mientras le cobra unos yogures, que después terminará tirándoselos por la cabeza.

Hay un mundo extraño allí afuera, parece decir Tournée, al que Amalric mira con afecto y sensibilidad, no importa cuán bizarro sea. Hasta los pequeños hijos de Zand, que en un determinado momento también se ven arrastrados a esa gira incierta, pasan a ser parte de esa realidad levemente transfigurada, que tiene su modesta apoteosis en la misteriosa escena final, ambientada en un hotel abandonado, al borde del mar.

Es que Tournée es precisamente una película de bordes, de fronteras, tanto geográficas –la gira recorre todas ciudades-puerto sobre el Atlántico (Le Havre, Nantes, La Rochelle)– como cinematográficas. Hay una suerte de diálogo entre el mundo de Tournée y el cine de John Cassavetes, como si junto con esas chicas Zand también hubiera importado hasta la costa francesa el espíritu del director de Shadows.