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Crítica de Alejandro Castañeda - El Día

Cuando la vida sube al escenario

Lo mejor es su vitalidad, su energía interior, su irreverencia. Hay películas hechas con ganas. Y eso se nota. Y ésta es una de ellas. Es el relato de una gira artística de un elenco de ex vedettes que viene desde Estados Unidos junto a Joachin, su manager. Detrás de la cámara está Mathieu Amalric, que es también el actor protagónico, un artista que en la primera escena ya transmite el ánimo de todo el filme: la mezcla de celebración y melancolía que deja ver el retrato de un derrotado que busca en esa gira un lugar para poder anclar en su inestable mundo: arrastra un hogar deshecho, mujeres que quedaron en el camino, dos hijos que atraen y molestan. El filme retrata las idas y vueltas de un ser gastado y apasionado que lleva por las ciudades francesas un espectáculo decadente, triste y desafiante. La vida de este Joachin es tan endeble y tan provisional como su espectáculo, un montaje donde nadie sabe quién manda y cómo sigue. Su meta es París, la ciudad que opera como el símbolo de un destino que siempre se añora y siempre se aleja y que le termina enseñando a Joachin que jamás llegará a su casa, porque su hogar ya no está más en el mapa de su vida y lo único que le queda es seguir andando para no arribar jamás a ninguna parte.

Un filme sostenido por la mano sensible de un realizador que le confiere humanidad y vitalidad a cada plano y que rinde un homenaje a la imperfección, a esos cuerpos gastados y descuidados, a esa paternidad tambaleante, a esa troupe de vedettes que rinde culto a la libertad creativa. El filme también celebra el paso del tiempo, la necesidad de no rendirse y sobre todo el fuego inacabado de esos artistas que jamás se podrán retirar porque su disfraz es su verdadero rostro y su único hogar es el escenario. Como dijo la inolvidable María Elena Walsh: “Hoy como ayer/necesitamos olvido y el placer/de ver a los artistas/esos ilusionistas/ que hacen el mundo desaparecer”.