Tortugas ninja

Crítica de Marina Yuszczuk - Otros Cines

No sirven ni para mascotas

Lo que empezó como un chiste allá por los años '80 -“¿Y qué tal si dibujo una tortuga con un nunchaku?”- entre dos amigos que un día estaban jodiendo con sus papelitos y queriendo burlarse de una tradición que para entonces ya tenía sus figuras consolidadas (básicamente héroes basados en rasgos cool, imposibles de encontrar en una lenta, abúlica y anti-heroica tortuga) no tardó en ser aceptado como parte de esa misma tradición, que no dejó de mostrarse más mutante que las mismas tortugas. Kevin Eastman y Peter Laird quisieron tirar un petardo con su cómic de un solo número y después, casi a pedido del público, no pudieron dejar de dibujarlo. Pero muchos de los espectadores potenciales de esta película que llega treinta años después probablemente conocieron a las tortugas en la versión verde brillante que se vio en las pantallas argentinas a principios de los '90.

Ahí, montados en la ligereza habitual de los personajes animados, las tortugas podían salvar a la ciudad como el héroe de turno y al mismo tiempo montar un culto a la pizza, cultivar la idiotez a conciencia como cualquier adolescente, ser raperas amateurs y cargar en sus espaldas nombres renacentistas más pesados (prestigio de museo incluido) que sus caparazones: estaba claro que era todo un juego. Pero esta era de grandiosidad solemne y CGI realista les cuadra mal a las Tortugas Ninja y la película producida por ese especialista en acción confusa, ruidos trepidantes y sentimientos freezados que es Michael Bay nace con un problema de diseño. Las tortugas son gigantes, pesadísimas y amenazadoras, de un verde seco que simula el color de una tortuga real y, para colmo, tienen un nivel de detalle en las caras -con esos pliegues y rugosidades que vuelven a cualquier simple tortuga un monstruo prehistórico y espeluznante si se la pone en una lente de aumento- que las vuelve bastante repulsivas, para no hablar de esos dientes enormes que parecen podridos.

Tratando de superar su aspecto de villanas y de insistir sobre el hecho de que son adolescentes, a pesar de que las voces y el físico no las acompaña (al menos en la versión doblada al español que se verá en nuestro país), estas tortugas repiten las bromas de rigor, que no funcionan nunca, y quedan bastante desfasadas en una película que no las acompaña en el tono. Y no las acompaña tampoco en ningún otro punto, porque el segundo y definitivo defecto de esta Tortugas Ninja es su genericidad absoluta, representada un poco por el protagonismo de una chica como Megan Fox.

Si una computadora tuviera que diseñar una cara de mujer uniendo varios rasgos idealizados -labios rosados y rellenos, nariz espigada y perfecta, piel impecable, cejas donde no falta ni sobra un pelito, pelo abundante y homogéneo, etc. etc.- probablemente el resultado sería Megan Fox, que convierte a la película en un collage entre una de tortugas mutantes y un afiche de cosméticos o de tintura para el pelo. Con un único gesto, que consiste en abrir levemente la boca para hacerla más pulposa, se pretende que Megan Fox, que no sabe ni siquiera pararse con soltura en una terraza mientras mira una pelea, sea la parte humana y uno de los mayores atractivos de una película deshumanizada y aburrida (allá lejos quedó, lamentablemente, la April O’Neil pelirroja y guerrillera de mono amarillo).

Igual de genérica que la cara de Megan es el resto de la película, donde las cuatro tortugas hermanas deben salir por primera vez a la superficie para combatir al Clan del Pie, que pretende controlar la ciudad ayudado por un villano local y dueño de un laboratorio que es un reflejo débil y lejano de cualquier dueño de Oscorp. Hay héroes, hay villanos, hay una heroína y hay una ciudad que está en peligro, hay escenas de acción y hay historias que quieren ser mitos de origen, pero todo aparece y desaparece de la pantalla como si se tratara de tachar elementos de una lista de compras (y mejor vayan directamente a comprar los muñecos que están buenísimos): algo que se escribe y se usa durante un rato pero que después, sin pena ni gloria, se descarta enseguida.