Top Gun 2: Maverick

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"Top Gun: Maverick", con los Ray Ban, pero 36 años después

El actor mira por el retrovisor para homenajearse a sí mismo, pero también a aquella Top Gun de los '80 y a un modo de filmar que va a contramano del paradigma actual.

¿Cuántas vidas tuvo Tom Cruise entre 1986 y 2022? Treinta y seis años atrás, fue la encarnación perfecta del galán banana sacándose y/o poniéndose los Ray Ban en dos de cada tres escenas de Top Gun, una de las tantas películas de la época concebidas para su lucimiento y con el fin de allanar el camino para la búsqueda de prestigio que caracterizaría una buena parte de su filmografía de los ’90. Cruise sigue jugueteando con sus anteojos en la secuela, aunque con menos intensidad y con el aplomo de quien sabe que ese acto es su marca registrada, no como una forma de pararse ante el mundo al grito de “acá estoy”. A fin de cuentas, ya no necesita armar escándalos mediáticos ni andar arrastrándose por algún premio para llamar la atención, como demuestra la fanfarria que despertó durante su paso por el Festival de Cannes, donde generó un alboroto propio de la que quizás sea la última gran estrella del cine entendido como lo que ocurre únicamente dentro de una sala oscura. Es, pues, de los pocos actores que pueden darse el gusto de hacer lo que se les cante.

En Top Gun: Maverick se le canta, básicamente, mirar por el retrovisor para homenajearse a sí mismo, pero también a aquella película y, con eso, a una manera de filmar que va a contramano del paradigma actual de las superproducciones. Cultor de la experiencia inmersiva de la pantalla grande al punto de haber postergado durante dos años el estreno por la pandemia, Cruise viaja a los orígenes de su faceta de héroe de acción, la misma que hoy lo lleva a rechazar el uso de dobles para, a cambio, revolear patadas, colgarse de aviones y manejar motos, helicópteros y lanchas con una pulsión por el riesgo digna de un veinteañero. Claro que el muchacho ya no es tal, sino un hombre de casi sesenta años: si en cada entrega de la saga Misión Imposible aumenta sus demostraciones de destreza física, en Top Gun introduce, como Sylvester Stallone en las dos Creed, la cuestión del legado y cómo entreverar el ímpetu del pasado con la sabiduría del presente.

No parece casual, entonces, que el disparador argumental sea la convocatoria de Pete “Maverick” Mitchell para timonear el entrenamiento de los doce jóvenes pilotos del escuadrón de aviación naval de elite Top Gun, entre los que está Bradley Bradshaw (Milles Teller), quien no es otro que el hijo de Goose, el amigote de Maverick caído en acción en la película original. El objetivo es armar un equipo con miras a una misión que consiste en destruir una planta de enriquecimiento de uranio ubicada en medio de un país innominado pero muy cercano a “los aliados de la OTAN”: si no hubiera sido filmada en 2019, la lectura coyuntural señalando a Rusia como enemigo sería inevitable. Pero al igual que a Tony Scott en la película de 1986, al realizador Joseph Kosinski –en su segunda colaboración con Cruise luego de Oblivion: el tiempo del olvido (2013)– no le interesa la geopolítica, ni dialogar con un contexto, ni nada que no sean la carrera y la cosmovisión de su protagonista y productor.

Las cosas entre Bradley y Maverick, al principio, no serán fáciles, pues el primero tiene unas cuantas facturas pendientes para cobrarle al segundo, como el cajoneo de su legajo durante años. Una relación que irá cambiando a medida que se acerque la misión y, con ello, el punto culminante de una película mucho más pulida, más fluida, mejor armada y filmada que su predecesora. Si aquella era una sumatoria de retazos, de subtramas hiladas por la presencia de Cruise, y tenía escenas de acción hechas a puro montaje frenético, aquí hay un ejercicio rabiosamente analógico en su ideario y construcción, una plaga de referencias y guiños entre las que aflora una historia de una simpleza sin escrúpulos, no exenta de cursilería, atravesada por el duelo –entendido simultáneamente como enfrenamiento y dolor no curado por una pérdida– y que construye con esmero la espacialidad aérea. Desde ya que también tacha el casillero del romance con la presencia de un viejo amor de Maverick a cargo de Jennifer Connelly, cuyo rostro sin cirugías cuadra perfecto con una película dedicada a exhibir el paso (y el peso) del tiempo.