Todos tenemos un plan

Crítica de Marina Yuszczuk - Otros Cines

Vivir su vida

Hay una cualidad casi hipnótica en los primeros tramos de Todos tenemos un plan, en parte por el atractivo enorme de ver a ciertos actores desplegados en primeros planos en la pantalla y haciendo de no-estrellas. El exotismo lunático de Sofía Gala, la belleza insuperable y discreta de Soledad Villamil y -lo más tentador- la posibilidad de ver al que fue Aragorn en la superproducción de Peter Jackson, o un mafioso con el cuerpo tatuado que se desnuda para luchar en un gimnasio en Promesas del Este, de David Cronenberg, haciendo de argentino como un dios que bajó del Olimpo para manejar una lanchita a motor en el Tigre, logran hacer del comienzo de la película algo fascinante. El peligro potencial de la apicultura, que abre la historia, y el paisaje ya mitificado y otoñal del Delta, no hacen más que sumar placer y misterio.

Para decirlo de otro modo, Todos tenemos un plan se ofrece como una película que realmente dan ganas de ver, con su juego de identidades cambiadas y su protagonista impostor que tanto huele a literatura (esto es totalmente buscado, por otra parte, porque incluso se insiste en mostrar más de una vez las tapas de Los desterrados, de Horacio Quiroga, ¡qué cosa las películas que quieren ser libros!). Viggo Mortensen interpreta a dos hermanos de personalidades opuestas, uno urbano, prolijo y responsable, casi una nada de persona; y el otro recio, que lleva las uñas mugrientas y toma ginebra Bols. Los dos están un poco exagerados, desprovistos de matices, y ese es quizás el primer problema de una película que pronto se vuelve esquemática en su modo de indicar, incansablemente, de qué viene la cosa.

Porque Agustín, el hermano médico y bien afeitado, tiende a la caricatura cuando se encoge para mostrarse pasivo, y algo parecido sucede con Pedro, que posa de presidiario y se ve casi arrasado como persona particular, cuando una ráfaga costumbrista lo hace compartir una ginebra Bols muy calculadamente exhibida con su amigo Adrián (Daniel Fanego), como dos tipos elegantes de ciudad jugando a ser isleños. Ese tipo de marcas, digamos, literarias (porque funcionan como cita de cierto tipo de relatos del que la película aspira a formar parte) van lastrando cada vez más la historia, que a fuerza de acumularlos se vuelve bastante errática.

Así, al tema de la identidad usurpada y el hombre que busca su destino, su verdadero rostro o como quiera llamárselo, se suma una historia de amor tibia, un suspenso demasiado extendido con respecto a las actividades ilícitas del hermano isleño, una resolución parcial de la parte “porteña” que convence muy poco, un énfasis fotográfico en el paisaje que no termina de volverse orgánico al relato, un esbozo de metáfora con el comportamiento de las abejas en la colmena que resulta demasiado débil y una música que se cree autosuficiente para cargar de tensión a la mayor parte de la película.

Una manera más respetuosa de encarar la cuestión, que permite imaginar una Todos tenemos un plan mucho más disfrutable, hubiera sido tal vez partir de la naturaleza y el espacio del Tigre, de su pobreza esencial, sin sobrecargarlos de música y de infinitos planos de la niebla sobre el río para indicar película de suspenso: me imagino, por ejemplo, otra película en la que de verdad se sienta el ruido del agua, el silencio de la noche, o algo de todo eso que está allí y que no proviene de una mirada filtrada por la biblioteca. Eso, empobrecer, simplificar, es lo que le hubiera hecho falta a una producción que tiene todo a favor, pero que parece embelesada por la posibilidad de ser mainstream y se diluye en un conjunto de convencionalismos, en lugar de arriesgarse a buscar un estilo.